lunes, 30 de diciembre de 2024

homilia SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. (01 de enero 2025).

 SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. (01 de enero 2025).

58 Jornada mundial de la paz (en el Jubileo Ordinario). Un camino de esperanza: Perdona

nuestras ofensas, concédenos tu paz.

EN EL ALBA DE UN NUEVO AÑO

En la liturgia de la iglesia, el año nuevo es simplemente el día octavo después de la Navidad, después del

nacimiento del Señor. En esta subordinación del comienzo del año civil bajo el misterio de la fe y de su

nuevo inicio, se advierte a las claras la transformación del tiempo que se opera mediante la fe. Sin la fe,

nuestro calendario no es otra cosa que la medida de las rotaciones de la tierra: en un poco más de

veinticuatro horas gira la tierra en torno a sí misma, y más o menos en trescientos sesenta y cinco días, en

torno al sol. Día y año son dimensiones puramente mecánicas, expresión de una marcha circular que siempre

se repite de nuevo. El tiempo es un círculo; no tiene ningún de dónde y adónde. La tierra realiza su carrera,

prescindiendo del sufrimiento y de las esperanzas de los hombres que sobre ella viven.

La fe transforma el tiempo. Su unidad de medida no son los movimientos de los astros, sino las acciones de

Dios, en las cuales él nos aplica su corazón. Los dos grandes acontecimientos que proporcionan al tiempo un

nuevo eje son el nacimiento y la resurrección del Señor. A partir de estos hechos de Dios, surge la festividad

cristiana, que no tiene nada que ver con las órbitas descritas por los astros. La repetición de las fiestas es

algo totalmente distinto del discurrir de los días desde el principio del año al final del mismo. No es un

circular eterno, sino la expresión de lo inagotable del amor, del corazón que apunta hacia nosotros en la

acción del recuerdo. Así el comienzo cristiano, que significan las navidades, posee también un nuevo

contenido frente al inicio del año civil: es, ni más ni menos, que la posibilidad siempre nueva de retornar a la

bondad de Dios encarnada, y de convertirnos en hijos y de vivir de nuevo a partir de ello.

Pero se hace, asimismo, patente algo nuevo: el octavo día después de la Navidad tiene, en la liturgia y en el

derecho de Israel, un significado bien determinado: es el día de la circuncisión y de la imposición del

nombre, esto es, el día de la aceptación legal en la comunidad de Israel, en su promesa y de la recepción

responsable de la carga que supone la ley. Un hombre no nace propiamente con su nacimiento biológico.

Porque no consta sólo de lo biológico, sino de espíritu, de lenguaje, de historia, de comunidad. Pero, para

ello, necesita de los otros, que le otorgan el lenguaje, la comunidad, la historia y el derecho. El día octavo en

la vida del Niño Dios significa que él se naturalizó legalmente con su pueblo. Dios se naturalizó en ese

mundo y recibió su nombre, Jesús, que le muestra como ciudadano de nuestra historia y que hace que se le

pueda denominar o nombrar como hombre. Y sólo por su naturalización en nuestra historia llega a plenitud y

se completa, a la inversa, el oscuro misterio de nuestro propio nacimiento: el comienzo humano, que se halla

indeciso entre la bendición y la maldición, entró en el signo de la bendición. Nuestro signo estelar es, a partir

de ahí, él, el Niño nacido y naturalizado entre nosotros, el cual lleva nuestra historia humana hacia Dios.

Finalmente, se puede también afirmar esto: el octavo día es asimismo el día de su resurrección y, al mismo

tiempo, el día de la creación; la creación no queda establecida estéticamente, sino que se orienta hacia la

resurrección. Así el día octavo se convierte en el símbolo del bautismo, en el símbolo de la esperanza

cristiana en fin de cuentas: la resurrección, la vida del Niño es más fuerte que la muerte. Nuestro camino es

esperanza: en medio del tiempo que pasa se halla el nuevo comienzo, que ha entrado en la marcha del amor

eterno. Seguimos en tiempo de Navidad, estrenando un Año Santo de gracia para fortalecer y compartir la

Esperanza.

EL JUBILEO DEL AÑO DEL SEÑOR 2025.

Según el Papa Francisco, podrá ser un signo de renacimiento, y de confianza, de paz y bendiciones para

todos, como Peregrinos de Esperanza, pero sin perder de vista tantos vacíos y sufrimientos de nuestro

mundo, que sólo puede llenar Dios. Hay un hueco con forma de Dios en el corazón humano, que sólo lo

puede llenar Él (San Agustín: nos hiciste para Ti y solo en Ti hallamos descanso/gozo/paz).

San Pablo VI, con la Fiesta de María, Madre de Dios, puso de manifiesto el vínculo del Nacimiento de

Cristo con la Maternidad de María. Desde María, Madre de Dios, contemplamos hoy el Misterio central del

Nacimiento del Verbo, en la humildad de nuestra carne, con el deseo de hacerlo nuestro como ella.

María es conocida por todos como la Madre de Jesús, pero ¿cómo es que la Iglesia católica le dio el título de

Madre de Dios? Porque en ella la Palabra se hizo Carne y acampo entre los hombres el Hijo de Dios,

príncipe de la Paz, cuyo nombre, Salvador, está por encima de todo otro nombre.


Esta Fiesta de María, Madre de Dios, nos ayuda a acoger hoy la Palabra como ella en el corazón, y

entregarla hecha vida en la fe. El Hijo de Dios se hizo hombre naciendo como todos, de una mujer, marcado

por la fragilidad y la debilidad inherentes a toda carne, que Jesús hizo suyos. Por eso, Él es el ancla de

nuestra esperanza.

En este día en que el Papa abre la puerta de la Basílica de Santa María la Mayor a todos los peregrinos de la

Esperanza, nos abrimos nosotros en oración, a la Misericordia y la Caridad de la Salvación para todo el

año.

homilia SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. (01 de enero 2025).

 SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. (01 de enero 2025).

58 Jornada mundial de la paz (en el Jubileo Ordinario). Un camino de esperanza: Perdona nuestras ofensas, concédenos tu paz.
Primera: Números 6, 22-2; Salmo: Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Segunda: Gálatas 4, 4-7; Evangelio: Lc 2, 16-21
Nexo entre las LECTURAS…
-1a. lectura. Espléndido texto del Antiguo Testamento, que puede ser leído como una invocación sobre el pueblo cristiano al iniciar un nuevo año. ¡Que el Señor siga bendiciéndonos y protegiéndonos, iluminando su rostro sobre nosotros y concediéndonos la paz! No son solamente palabras hermosas y deseos románticos. Navidad nos trae el mensaje de que Dios nos ama, de que comparte nuestra condición. ¿Cómo no hará que su rostro se ilumine sobre una humanidad cuyos destinos ha hecho suyos? En una situación difícil e inestable como la nuestra, en plena crisis económica, de guerras y conflictos y con dificultades para los creyentes cristianos, ¡resulta tan confortante la lectura de este texto al iniciar un nuevo año!
-2a. lectura: Contiene una alusión muy antigua a María: envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley". Jesús nace bajo la Ley, como todo israelita, y de una mujer, como todo hijo de nuestra raza. Y, por obra de este extraordinario intercambio (recordemos "oh admirabile commercium"), nosotros somos rescatados del dominio de la Ley y obtenemos la condición de hijos de Dios. Por eso podemos dirigirnos a Dios con la invocación confiada de Jesús -"abba"-. Es decir, podemos hacer nuestra su experiencia de Hijo, su familiaridad y su herencia.
Por algo hemos recibido su mismo Espíritu. Estamos en la plenitud de los tiempos. Porque el tiempo no es un simple fluir incesante de instantes exactamente iguales el uno al otro (nueva alusión al paso del tiempo, tema de Año nuevo, sino que tiene un movimiento interior: tiene un momento de plenitud, desde que "envió Dios a su Hijo", que supone un giro en las relaciones de los hombres con él.
-Evangelio. La imagen de Navidad se nos presenta de nuevo en aquel evangelio de la octava, continuación del de la noche de Navidad: los pastores encuentran "a María y a José y al niño acostado en el pesebre". Y se convierten en modelo para nosotros: "se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto". Es la experiencia que arde en su interior y que tienen que proclamar. A los cristianos de hoy, que celebramos la fiesta de Navidad, quizás nos falte este ardor de quien ha contemplado con los propios ojos. Tal debería ser el fruto de estas fiestas: dejarnos empapar por este dato primordial, original, maravilloso, capaz de transfigurarnos y de convertirnos en mensajeros de la Buena Nueva y de maravillar a los que nos escuchan. Quizás nos falte la sencillez de los pastores y la inmediatez del descubrimiento. O la memoria contemplativa de María, que "conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón".
El rito de la circuncisión enlaza el evangelio con la segunda lectura: Jesús nace bajo la Ley. Con esta ocasión tiene lugar la imposición oficial a aquel niño del nombre de "Jesús", que significa Salvador, "como lo había llamado el ángel antes de su concepción"; es decir, nombre que viene de lo alto, de Dios. En este caso no expresa un deseo -que Dios nos salve- ni una simple afirmación general de fe -Yahvé salva-, sino la misión de este niño: él es "Dios Salvador".
Temas… Sugerencias...
La bendición para el año. La solemne fórmula de bendición del Antiguo Testamento abre en la primera lectura la liturgia del nuevo año civil (2025). La fórmula es prescrita por el propio Dios a Moisés y contiene la doble plegaria del que bendice: que Dios se digne volver su rostro y hacer brillar su resplandor sobre nosotros para concedernos así la gracia y la salvación. La mirada de Dios sobre nosotros es (según Pablo) mucho más saludable que nuestra mirada sobre él («al que ama, Dios lo reconoce», 1 Co 8,3). «Ver al que ve» es según San Agustín la bienaventuranza suprema (Videntem videre). Pero nosotros somos mirados al mismo tiempo por la Madre de Dios con un amor infinito, como hijos suyos, y somos bendecidos por ella. Según el Nuevo Testamento esta bendición es inseparable de la de su Hijo y de la de todo el Dios Trinidad, con lo que su maternidad queda profundamente entroncada y enraizada en la fecundidad divina. Ella nos bendice al mismo tiempo como la Madre personal de Jesús y como el corazón de la Iglesia «inmaculada» (Ef S,27), que es la Esposa de Cristo.
María conservaba todo en su corazón. Estas sencillas palabras del evangelio, repetidas dos veces (Lc 2,19.51), muestran que la Bienaventurada Virgen María es la fuente inagotable de la memoria y de la interpretación para toda la Iglesia. Ella conoce hasta en lo más profundo todos los acontecimientos y fiestas que nosotros celebramos a lo largo del Año Litúrgico. Este es también el sentido del rosario: los misterios de Cristo deben contemplarse y venerarse con los ojos y el corazón de María para poder comprenderlos en toda su amplitud y profundidad, en la medida que esto nos es posible.  La veneración y la festividad del corazón de María no tienen nada de sentimental, sino que conducen a esa fuente inagotable de comprensión de todos los misterios salvíficos de Dios, que afectan a todo el mundo y a cada uno de nosotros en particular. Poner el año bajo la protección de su maternidad significa implorar de ella, como hermanos y hermanas de Jesús que somos, y por tanto como hijos de María, una comprensión continua para un constante seguimiento de Jesús. Como la Iglesia, de la que ella es la célula primigenia, María nos bendice no en su propio nombre, sino en el nombre de su Hijo, que a su vez nos bendice en el nombre del Padre y del Espíritu Santo.
La segunda lectura concede una gran importancia al Espíritu Santo. En ella se habla de María como de la mujer por la que nació el Hijo, quien con su pasión consiguió para nosotros la filiación divina. Pero como somos hijos de Dios, «Dios envió a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! Padre». No seríamos hijos del Padre, si no tuviéramos el Espíritu y los sentimientos del Hijo; y este Espíritu nos hace gritar al Padre con agradecimiento e incluso con entusiasmo: «Sí, Tú eres realmente nuestro Padre». Pero no olvidemos que este Espíritu fue enviado por primera vez a la Madre, como el Espíritu que le trajo al Hijo, y de que de este modo es, como «Espíritu del Hijo», también el Espíritu del Padre. No olvidemos tampoco que el júbilo por ello, ese júbilo que nunca cesa a lo largo de la historia de la Iglesia, resuena en el Magnificat de la Madre. Es una oración de alabanza que surge enteramente del «Espíritu del Hijo» y se eleva hacia el Padre; una oración personal y a la vez eclesial que engloba toda acción de gracias desde Abrahán hasta  nuestros días; es la mejor forma de comenzar el año nuevo.
Que la Virgen María, Madre, nos haga celebrar con fe esta Eucaristía y nos dé ánimos para empezar con optimismo cristiano el nuevo año, preparando, desde ahora las festas de Pascua, para el 20 de abril y Pentecostés para el 8 de junio.

martes, 11 de junio de 2024

homilia Domingo Undécimo del TIEMPO ORDINARIO cB (16 de junio de 2024)

 Domingo Undécimo del TIEMPO ORDINARIO cB (16 de junio de 2024)

PrimeraEzequiel 17, 22-24; Salmo: Sal 91, 2-3. 13-16; Segunda: 2Corintios 5, 6-10;  Evangelio: Marcos 4, 26-34

Nexo entre las LECTURAS

Las parábolas que nos ofrece la Liturgia nos dan un mensaje de confianza, de esperanza. También es el mensaje en la 2 L –de san Pablo–: "Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos desterrados". Viene bien este mensaje pues, ser discípulo–misionero de Jesucristo, creer en su Reino, seguirlo a Él, no es fácil, no lo fue y no lo será. No habría que culpar a otros o a la cultura por lo que padecemos ni apagar la entrega que nos pide Dios porque es difícil. Qué bien que nos hace meditar en los santos mártires… esperar, amar, servir, entregarse… –como ellos– hasta que duela.

Lo que nos ha dicho Jesús es muy sencillo: el Reino de Dios está dentro de nosotros, quizá sin que nos demos cuenta, como una semilla que no sabemos quién ha sembrado, que parece pequeña. Y esta humilde semilla (Dios hecho hombre) germina y crece, sin que sepamos cómo. Germina y crece y se hace fuerte y echa ramas (de modo que incluso otros pueden venir a anidar, a reposar, a vivir en ellas). Esta es nuestra fe, esta debe ser nuestra gran confianza, nuestra firme esperanza. ¡GRACIAS, SEÑOR, POR TANTO AMOR!

Temas...

Dejando aparte, por esta vez, el pasaje de Pablo, que nos presenta la vida palpitante de un apóstol que camina por esta existencia, en medio de momentos felices y críticos, cara al examen final ante el tribunal de Cristo, el mensaje de la homilía de hoy podría centrarse claramente en las dos parábolas del evangelio, las dos referentes a la semilla y su crecimiento.

A veces la palabra de Dios nos conduce a unas consecuencias de tipo moral (cómo actuar), y otras, a una perspectiva de comprensión: cómo "ver" e interpretar la Historia de la salvación, también en nuestra vida. Hoy es esta segunda perspectiva la que prevalece. Las lecturas nos ayudan a entender cómo Dios conduce nuestra historia y cuál es nuestra actitud ante su estilo de actuación.

-La semilla que crece sin saber cómo.

El protagonista de la primera parábola es la semilla. No tanto el labrador o la calidad del terreno (como en la parábola del sembrador). La semilla tiene dentro de sí una fuerza ("virtus", "dynamis") que es la que la hace germinar, brotar, crecer, madurar... Cuando en nuestro actuar humano hay una fuerza interior (el amor, la ilusión, el interés), la eficacia puede crecer notablemente.

Pero cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente. El hombre (nosotros, los cristianos) puede y debe colaborar, pero la fuerza es de Dios. Él es el "autor", aunque su presencia esté escondida. La energía del Espíritu en el mundo, en la Iglesia, en cada uno de nosotros: este es el factor decisivo. La parábola es una invitación a que sepamos descubrir la presencia de este Espíritu y de esta fuerza interior. El "Reino" crece desde dentro, porque Cristo está activo, porque su Espíritu es protagonista. El Reino ya está en marcha, está ya "sucediendo".

Esto es algo que debería invitarnos a no caer en el orgullo por nuestras técnicas, aplicadas también a la "salvación del mundo": es bueno que apliquemos las técnicas mejores, pero el Reino va adelante por su fuerza interior. No cabe en nuestros ordenadores.

Como la semilla no germina porque lo digan los sabios botánicos, ni la primavera espera a que los libros señalen su inicio o su actuación. La fuerza del Evangelio, la eficacia dinámica de la Palabra de Dios, son algo que viene del mismo Dios, no de nuestras técnicas.

Naturalmente no es una invitación a la pereza: nuestra colaboración también entra en el plan salvador de Dios. Y además esta convicción de la fuerza intrínseca de la semilla nos debe hacer colaborar con optimismo, con esperanza, porque el Reino está en buenas manos.

La parábola apunta también a que no nos impacientemos. La semilla tiene su ritmo. Tal vez alrededor de Jesús también había quien quería ver frutos inmediatos, y él les remite a esta comparación expresiva: la semilla dará su fruto, pero lentamente. Sin efectos espectaculares. También nosotros podemos tener la tentación de la eficiencia a corto plazo.

Todavía otro matiz: la semilla germina sin que el labrador sepa cómo. En la labor con que los cristianos contribuimos a la obra salvadora de Cristo en este mundo, muchas veces tenemos que conformarnos con “no entender” y no poder “medir” y controlar el crecimiento de este Reino…

-Una semilla pequeña y un arbusto grande.

La segunda parábola, que es la que empalma con la lectura de Ezequiel, nos presenta otro aspecto del estilo con que Dios conduce la historia de la salvación, o sea, el Reino. Los medios más humildes, los orígenes más sencillos son los que él prefiere para realizar su obra salvadora. Como tantas veces en el AT y el NT va eligiendo a personas y pueblos que humanamente no tendrían ninguna garantía de éxito.

El Reino no viene como un ejército de ocupación o una revolución espectacular: viene como una semilla insignificante (pero llena de vigor interior, como ha dicho la primera parábola), y por eso crece y da fruto.

La comparación de Ezequiel nos recuerda el fracaso del árbol grande y orgulloso que había sido Israel, y que es tronchado.

Pero también un rayo de esperanza: una ramita de este tronco roto, el "resto" de ese Israel maltrecho, se convertirá en un árbol grande, el pueblo mesiánico. No por los propios méritos, sino por obra de Dios. Una invitación también para nosotros, a saber, ver cómo también en nuestra historia lo humilde y sencillo, lo cotidiano y poco espectacular, puede ser el lugar del encuentro con un Dios que salva. Solemos apreciar las técnicas llamativas. Dios actúa con otro estilo. Como dijo la Virgen en su Magníficat, precisamente a los humildes y los pobres y los hambrientos es a los que Dios enaltece, hace fecundos y colma de bienes. Y no a los ricos y los que se crecen poderosos.

Todo esto tiene aplicaciones en la vida de la Iglesia, y de cada grupo, y de cada persona concreta. Es cuestión de "saber ver" esta presencia y este estilo de Dios en nuestra historia. Es Él quien conduce y hace eficaz el Reino. Y busca nuestra colaboración, humilde y confiada a la vez. Dios y su Reino no son domesticables a nuestro gusto. Son sorprendentes. No caben en nuestros esquemas.

También en la Eucaristía podemos encontrar reflejo de este mensaje. Tanto la Palabra de Dios, semilla fecunda y vigorosa, como el Cuerpo y Sangre de Cristo, el alimento que Cristo nos da como garantía y semilla de vida eterna en nosotros, tienen mucho de oculto, son elementos sencillos, pero con una eficacia salvadora. Con ese doble alimento que Cristo Resucitado nos comunica tenemos la mejor fuerza para que la vida sea en verdad fecunda para los demás.

Sugerencias...

1. «Sin que él sepa cómo».

Jesús cuenta en el evangelio dos parábolas sobre el crecimiento del reino de los cielos, cada una de ellas con un objetivo diferente. La primera pone el acento sobre el crecimiento mismo de la simiente. El labrador no ha dado a la semilla la fuerza que necesita para crecer, ni puede influir en el crecimiento progresivo de la misma: «La tierra va produciendo la cosecha ella sola». Esto no significa que el hombre no tenga nada que hacer: tiene que preparar la tierra y echar en ella la simiente. Pero no es él quien realiza el trabajo principal, sino –y esto es lo que acentúa la parábola– el propio Dios, mientras el hombre «duerme de noche y se levanta de mañana» día tras día. El reino de Dios tiene sus propias leyes, unas leyes que en modo alguno le son impuestas por el hombre; el reino de Dios no es un producto de la técnica; la semilla, el tallo, la espiga, el grano, el momento de la cosecha: todo esto pertenece a la estructura propia del reino y en modo alguno depende de las prestaciones humanas. Esto es precisamente lo que muestra la segunda parábola: el fruto en sazón, que al principio parecía tan ridículamente pequeño a ojos de los hombres, se revela al final más grande que todo lo que el hombre hubiera podido realizar. ¿Y la cosecha? Será ciertamente la cosecha de Dios, pero en beneficio del hombre que prepara la tierra y esparce en ella la semilla. Dios cosecha, como dice el empleado negligente y cobarde de la parábola de los talentos, «donde no siembra», pero cosecha en el fondo para ambos: pues encomienda al empleado fiel y cumplidor el gobierno de un amplio territorio.

2. «Siempre tenemos confianza».

La actitud del labrador que espera pacientemente la cosecha es la de una permanente seguridad de que la ley que Dios ha puesto en la naturaleza se cumplirá. Del mismo modo la confianza de Pablo en la segunda lectura es una confianza permanente, sea cual sea la apariencia del clima espiritual en su vida o en la de su comunidad. «Caminamos guiados por la fe». El hombre preferiría dirigir el tiempo, manejar el clima a su antojo, ser el dueño de los imponderables; Pablo preferiría vivir ya junto al Señor antes que vivir en la fe, en el «destierro», pero, como para el labrador, el abandono en manos de Dios es más importante que sus preferencias, ya «estemos en destierro o en patria». También el apóstol es sólo un labrador: «Yo planté, Apolo regó, pero era Dios quien hacía crecer» (1 Co 3,6).

3. «Más alta que las demás hortalizas».

La segunda parábola sobre el reino de los cielos que se expone en el evangelio de hoy, es un nuevo ejemplo de las numerosas declaraciones de Jesús a propósito de que «el más pequeño» en el reino de Dios se convertirá en «el más grande», precisamente porque se ha hecho pequeño y se ha colocado en el «último puesto», algo de lo que el propio Jesús dio ejemplo en su vida terrena y sigue dándolo en su Eucaristía. Con esta imagen Jesús retoma el pasaje de Ezequiel, que describe en la primera lectura cómo gracias a la fuerza del Señor la frágil rama del pueblo de Dios ha crecido hasta llegar a convertirse en el más poderoso de los árboles, de suerte que «las aves de toda pluma pueden anidar al abrigo de sus ramas». El profeta atribuye esto inequívocamente a la fuerza de Dios; todos los demás árboles (es decir, todas las demás naciones) deben saber «que yo soy el Señor», el que tiene poder para humillar a los árboles altos y para ensalzar a los árboles humildes, para secar a los lozanos y hacer florecer a los secos. Tanto en la Antigua como en la Nueva Alianza la parábola nada tiene que ver con la moralidad humana, sino que se refiere enteramente al poder superior de Dios, que trata al hombre según esta ley cuando el hombre se somete a Él.

lunes, 25 de marzo de 2024

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)


 VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

Primera: Isaías 52,13 – 53,12; Salmo: Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25; Segunda: Hebreos 4, 14-16; 5,7-9 Evangelio: Juan 18, 1 – 19, 42

Nexo entre las LECTURAS

"Nosotros", "nuestros" son términos repetidos en los textos litúrgicos del Viernes Santo. No es un "nosotros" sin adición alguna, sino con una nota muy propia: en cuanto pecadores. En el cuarto canto del Siervo de Yahvéh los términos son frecuentes: "Con sus llagas nos curó", "nosotros lo creíamos castigado...", "llevaba nuestros dolores", "eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban", etc. (primera lectura). En la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos hallamos frases como "mantengámonos firmes en la fe que profesamos", o "no tenemos (en él) un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades;". También en el Evangelio, aunque no se empleen los términos, están implícitos en toda la narración de la pasión y muerte de Jesús según san Juan, que fue "por nosotros los hombres y por nuestra salvación".

Temas...

La pasión según Juan: la victoria de Jesús. La Iglesia tiene ‘predilección’ por el evangelio de Juan. Cada año, el Domingo de Ramos, leemos la Pasión según uno de los tres primeros evangelios, el que toque; este año ha sido Marcos. Pero el día propiamente dicho de la Pasión, que es hoy, cada año se lee la pasión según san Juan.

En comparación con los otros tres evangelistas, la pasión según san Juan nos presenta a Jesús vencedor, triunfante en la cruz. Es como aquellos ‘cristos majestad románicos’, que lo representan en la cruz como en un trono, con corona real en vez de la de espinas y manto señorial, y a veces con casulla, como ofreciendo sacerdotalmente desde la cruz su propio sacrificio.

El centro de este relato es el juicio ante Poncio Pilato. Sin negar los sufrimientos y las burlas que Jesús sufre, Juan nos lo presenta dominando la escena, como si fuese él quien juzga a Pilato, y no al revés. Jesús está dentro del pretorio, mientras sus acusadores están fuera, ya que si entrasen en una casa pagana quedarían impuros y no podrían celebrar la Pascua. El evangelista distingue claramente siete escenas, ritmadas por las entradas y salidas de Pilato, que habla dentro con Jesús y fuera con los dirigentes judíos, hasta que les saca a Jesús azotado, burlado y escarnecido. Las idas y venidas de Pilato evocan nuestras propias ambigüedades. Pilato le manda poner una corona de espinas y un manto real, Lo hace por burla, pero en la intención del evangelista, Pilato, representante del emperador de este mundo, sin saberlo, está proclamando a Jesús como rey.

La adoración de la cruz: memoria de la Pasión. El rito más característico del Viernes Santo es la adoración de la cruz. Decimos que la adoramos, no porque la cruz sea Dios, sino porque en la cruz Dios hecho hombre mortal murió por nosotros.

Este día, en Jerusalén, en la basílica edificada en el lugar del Calvario y del Santo Sepulcro, los fieles pasaban a adorar y besar la reliquia de la Vera Cruz que se decía que había encontrado santa Elena. No hace falta que sea una reliquia auténtica: lo que importa es el signo de la cruz, símbolo del instrumento de la Pasión de Jesucristo y de nuestra redención. No tengamos prisa ni nos impacientemos cuando pasemos uno a uno a venerar la santa cruz mientras nos unimos a los cantos; y dediquemos también estos minutos a meditar el relato que acabamos de escuchar en el evangelio. Lo que los evangelistas nos explican con gran riqueza de detalles, ha quedado condensado en este signo, de forma que la religión cristiana es la religión de la cruz. La cruz proclama el amor infinito del Padre revelado en el Hijo, hecho por nosotros obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.

La comunión: unirse a la Pasión. Finalmente, recibimos la sagrada comunión. Hoy propiamente no hay Misa, porque no hay consagración, sino que comulgamos de la reserva eucarística guardada ayer. Con todo, al comulgar, nos unimos a la Pasión de una manera sacramental mucho más real que escuchando el evangelio de la Pasión o adorando a la cruz.

San Pablo nos decía ayer que cada vez que comemos de este pan y bebemos del cáliz anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva.

Escuchar el relato de la Pasión, besar la cruz o recibir la comunión de nada nos servirían, si no estuviéramos dispuestos a morir también nosotros al pecado, para resucitar con Cristo a una vida de gracia y santidad.

Que él derrame sobre nosotros la gracia que brota de su cruz. Que él derrame su salvación, su amor, su paz, su vida inagotable, sobre todos los hombres y mujeres del mundo entero, y de un modo especial sobre aquellos que más de cerca viven el dolor y el abandono que Jesús vivió.

Sugerencias... Meditación

— Fratelli Tutti. Jesús, hermano universal. Se suele decir que todos somos hermanos porque todos somos hijos de Adán. Como cristianos, hemos de decir, además, que somos hermanos porque Cristo nos ha hermanado a todos haciéndonos hijos de Dios. Jesús, tanto por su condición humana como por su filiación divina. Además, amó y ama a todos, perdonó y perdona a todos, recibió y recibe a todos, a todos les ofreció y ofrece su salvación, a todos ayudó y ayuda con su poder sobre las fuerzas naturales. Es Hermano que nos comprende, porque ha vivido la experiencia humana en plenitud, ha sido tentado como nosotros, ha sufrido como nosotros y más que nosotros. Es Hermano cuyo poder nos fortalece ante nuestro pecado y debilidad, cuyo amor nos anima a amar a nuestros hermanos como Él nos ama, cuya ayuda nos conforta en los momentos de prueba y dificultad, cuyo consuelo nos infunde paz y alegría aun en el dolor, cuya grandeza de espíritu nos eleva hacia las alturas de Dios y nos invita a vivir y practicar las virtudes... Hemos de confesar a Jesús como Dios-Hermano ante los demás, para que Él nos reconozca ante el Padre celestial. Todos somos hermanos de Jesús porque nos ha redimido, y todos estamos llamados a practicar la fraternidad en Cristo Jesús, el hermano verdadero que nunca nos fallará. En un mundo en que los lazos familiares son a veces tan efímeros y quebradizos, ha de ganar cada vez mayor consistencia la fraternidad fundada en Jesucristo (cfr. Fratelli Tutti).

— La Liturgia del viernes santo es una conmovedora contemplación del misterio de la Cruz, cuyo fin no es sólo conmemorar, sino hacer revivir a los fieles la dolorosa Pasión del Señor, pidamos la gracia del “asombro” para vivir una vida nueva desde este Viernes. Dos son los grandes textos que la presentan: el texto profético atribuido a Isaías (Is 52, 13; 53, 12) y el texto histórico de Juan (18, 1-19. 42). La enorme distancia de más de siete siglos que los separa queda anulada por la impresionante coincidencia de los hechos, referidos por el profeta como descripción de los padecimientos del Siervo del Señor, y por el Evangelista como relato de la última jornada terrena de Jesús. «Muchos se espantaron de él —dice Isaías—, porque desfigurado no parecía hombre... Despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos» (52, 14; 53, 3). Y Juan, con los demás evangelistas, habla de Jesús traicionado, insultado, abofeteado, coronado de espinas, escarnecido y presentado al pueblo como rey burlesco, condenado, crucificado. El profeta precisa la causa de tanto sufrir: «Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes», y se indica también su valor expiatorio: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, y sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5). No falta ni siquiera la alusión al sentido de repulsa por parte de Dios —«nosotros lo estimamos herido de Dios y humillado» (ib 4)— que Jesús expresó en la cruz con este grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Pero, sobre todo, resalta claramente la voluntariedad del sacrificio: voluntariamente, el Siervo del Señor «entregó su vida como expiación» (Is 53, 7. 10); voluntariamente Cristo se entrega a los soldados después de haberlos hecho retroceder y caer en tierra con una sola palabra (Jn 18, 6) y libremente se deja conducir a la muerte, Él, que había dicho: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente» (Jn 10, 18). El profeta vislumbró incluso la conclusión gloriosa de este voluntario padecer: «A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará... Por eso —dice el Señor— le daré una parte entre los grandes... porque expuso su vida a la muerte» (Is 53, 11. 12). Y Jesús, aludiendo a su pasión, dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Todo esto demuestra que la Cruz de Cristo se halla en el centro mismo de la salvación, ya prevista en el Antiguo Testamento a través de los padecimientos del Siervo de Dios, figura del Mesías que salvaría a la humanidad, no con el triunfo terreno, sino con el sacrificio de sí mismo. Y es éste el camino que cada uno de los fieles debe recorrer para ser un salvado y un salvador,

— Entre la lectura de Isaías y la de Juan, la Liturgia inserta un tramo de la carta a los Hebreos (4, 14-16; 5, 7-9). Jesús, Hijo de Dios, es presentado en su cualidad de Sumo y Único Sacerdote, no tan distante, sin embargo, de los hombres «que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado». Es la prueba de su vida terrena, y, sobre todo, de su pasión, por la que ha experimentado en su carne inocente todas las arrugas, los sufrimientos, las angustias, las debilidades de la naturaleza humana. Así, a un mismo tiempo, Él se hace Sacerdote y Víctima, y no ofrece en expiación de los pecados de los hombres sangre de toros o de corderos, sino la propia sangre. «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». Es un eco de la agonía en Getsemaní: «¡Abba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (Mc 14, 36). Obedeciendo a la voluntad del Padre, se entrega a la muerte, y, después de haber saboreado todas sus amarguras, se ve liberado de ellas por la resurrección, convirtiéndose, «para, todos los que obedecen, en autor de salvación eterna» (Heb 5, 9). Obedecer a Cristo Sacerdote y Víctima significa aceptar como Él la cruz, abandonándose con Él a la voluntad del Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (LC 23, 46; Cf Salmo resp.).  

Pero a la muerte de Cristo siguió inmediatamente su glorificación. El centurión de guardia exclama: «Realmente, este hombre era justo», y todos los presentes, «habiendo visto lo que ocurría, se volvían, dándose golpes de pecho» (Lc 23, 4748). La Iglesia sigue el mismo itinerario, y tras de haber llorado la muerte del Salvador, estalla en un himno de alabanza y se postra en adoración: «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos, Por el madero ha venido la alegría al mundo entero», Con los mismos sentimientos, la Liturgia invita a los fieles a nutrirse con la Eucaristía, que, nunca como hoy, resplandece en su realidad de memorial de la muerte del Señor. Resuenan en el corazón las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; hagan esto en memoria mía» (Lc 22, 19), y las de Pablo: «cada vez que comen de este pan y beben del cáliz, proclaman la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Cor 11, 26),

HOMILIA JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR (28 de marzo 2024)

 


JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR (28 de marzo 2024)

Primera: Éxodo 12, 1-8.11-14; Salmo: Sal 115, 12-13.15-16bc.17-18; Segunda: 1Corintios 11, 23-26; Evangelio: Juan 13, 1-15

Nexo entre las LECTURAS

“Llevó su amor hasta el fin” (Evangelio). Estas palabras son la clave de comprensión de la Palabra de Dios en este Jueves Santo. Este amor es el que celebraban los israelitas anualmente al conmemorar la fiesta de Pascua, fiesta de liberación de la esclavitud egipcia (primera lectura). Este amor lo manifestó Jesús de forma suprema en el lavatorio de los pies (Evangelio) y en la donación de sí mismo en pan y en vino, convertidos en su Cuerpo y en su Sangre (segunda lectura). Éste es el amor que se repite cada vez que los cristianos nos reunimos para celebrar la Cena del Señor (segunda lectura).

Temas...

La hora de Jesús. Con esta misa vespertina de la Cena del Señor empieza la celebración del Triduo pascual, los tres días que conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Las primeras palabras del evangelio que acabamos de escuchar suenan a manera de pregón. Es la hora de Jesús. Allí, en Jerusalén, en aquella sala del cenáculo, alrededor de aquella mesa, empieza el momento decisivo para él, que es también el momento decisivo para nosotros, para cada uno de los que nos hemos reunido en esta iglesia, y para cada uno de los hombres y mujeres del mundo entero. Y por eso estamos aquí, con el corazón atento, contemplándole. ¿Qué otra cosa mejor podríamos hacer hoy, que reunirnos aquí, en torno a la mesa, con Jesús?

La primera parte del evangelio de Juan, que los comentaristas llaman "libro de los signos", explica siete grandes signos o milagros, que provocan la adhesión de unos pocos y la reacción de incredulidad y hasta de odio creciente en la mayoría, de manera que el evangelista, que en el prólogo había resumido su evangelio diciendo que Jesús "vino a su casa, y los suyos no le recibieron", al final de esta primera parte hace este triste balance: "Aunque había realizado tan grandes signos delante de ellos, no creían en él" (12,37).

La segunda parte es el "libro de la hora", el gran momento repetidamente anunciado en la primera parte, por ejemplo cuando en las bodas de Caná Jesús dice a su madre: "Todavía no ha llegado mi hora". Ahora, esta segunda parte empieza diciendo enfáticamente: "Sabiendo Jesús que había llegado la hora…, Y explica: ...de pasar de este mundo al Padre". Juan, sin negar el realismo de los sufrimientos de la pasión, los ve como el camino necesario para volver a la gloria de que disfrutaba, cerca del Padre, antes de la Encarnación, Dice de Jesús, antes de lavar los pies a los discípulos: "Sabiendo que venía de Dios y a Dios volvía..., y en el discurso de aquella cena. "Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre" (16,28).

El evangelista proclama el sentido del relato de la Pasión que vendrá después, el amor infinito de Jesús al entregarse por nosotros: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". El Padre del cielo había dado muchas pruebas de su amor por todos los hombres y mujeres que ha creado, pero la máxima revelación del amor de Dios es la Pasión. Dice san Pablo: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Romanos 5,8).

Entregarse por amor. Si durante esta semana seguimos día a día y hora a hora todo lo que Jesús hizo y dijo, esta noche nos tocaría leer todo el sermón o discurso de la Cena, pero se alargaría demasiado la celebración, de por sí suficientemente densa en textos y ritos. Lo iremos escuchando y meditando en diferentes fragmentos durante los domingos después de Pascua. También es el momento de la institución de la Eucaristía, y por eso hemos escuchado el relato de la primera carta de san Pablo a los corintios.

Pero el rito más característico del Jueves santo es el mandato, el lavatorio de pies. Así como después de instituir la Eucaristía dijo: "Hagan esto en memoria mía", después de lavarles los pies también les dijo: "¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? [...] También ustedes deben lavarse los pies unos a otros; les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan". Al lavar los pies de los discípulos —un servicio propio de esclavos—, Jesús expresaba que se quería entregar completamente, hasta la muerte, a todos nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Aquel gesto precedió la donación sacramental que esa misma noche hizo de su Cuerpo y de su Sangre: el PAN partido y repartido, la COPA derramada hasta el final. Y el signo eucarístico simbolizaba la donación cruenta que se consumaría en la cruz a la mañana siguiente. Por eso hoy es el día del amor fraterno, porque el amor de Cristo nos urge a entregarnos a nuestros hermanos. No solo a ayudarlos, sino a amarlos como Jesús nos ha amado.

Sugerencias...

La celebración del misterio pascual, centro y vértice de la historia de la salvación, se abre con la Misa vespertina del jueves santo, que conmemora la Cena del Señor.

Todas las lecturas se centran en el tema de la cena pascual. El tramo del Éxodo (12, 1-8; 1 1-14) nos recuerda la antigua institución, establecida cuando Dios ordenó a los Hebreos que inmolasen en cada familia «un animal sin defecto [macho, de un año, cordero o cabrito]», que rociasen con la sangre los dos postes y el dintel de las casas para librarse del exterminio de los primogénitos, y que lo comiesen a toda prisa y en atuendo de caminantes. En aquella misma noche, preservados por la sangre del cordero y nutridos con sus carnes, iniciarían la marcha hacia la tierra prometida. El rito había de repetirse cada año en recuerdo de tal hecho. «Es la Pascua [fiesta] en honor del Señor» (Ex 12, 11), que conmemora «el Paso del Señor» por en medio de Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto.

Jesús elige la celebración de la pascua judía para instituir la nueva, su Pascua, en la que Él es el verdadero «cordero sin defecto» inmolado y consumado por la salvación del mundo. Y desde el momento en que se sienta a la mesa con los suyos, inicia el nuevo rito, «El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo —se lee en la segunda lectura (1Cor 1 1, 23-26)— tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes..." Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre"». Aquel pan milagrosamente trasformado en el Cuerpo de Cristo y aquel cáliz que ya no contiene vino, sino la Sangre de Cristo, ambos ofrecidos, pero separadamente ofrecidos, eran, en aquella noche, el anuncio y anticipo de la muerte del Señor, en la que derramaría toda su Sangre, y son hoy su vivo memorial.

«Hagan esto en memoria mía». Bajo esta luz presenta san Pablo la Eucaristía cuando dice: «cada vez que comen de este pan y beben del cáliz, proclaman la muerte del Señor». La Eucaristía es «pan vivo» que da la vida eterna a los hombres (Jn 6, 51), porque es el «memorial» de la muerte de Cristo, porque es su Cuerpo «entregado» en sacrificio, y es su Sangre «derramada por todos para el perdón de los pecados» (Lc 22, 19; Mt 26, 28). Nutridos con el Cuerpo de Cristo y lavados con su Sangre, los hombres podemos soportar las asperezas del viaje terreno, pasar de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, de la travesía fatigosa del desierto a la tierra prometida: la casa del Padre.

«Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo. Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre» (MR). Si la costumbre hubiera amortiguado en los creyentes la vitalidad de la fe, la Liturgia de este día les invita a reavivarse, a penetrar con la más profunda y amorosa de las miradas la inefable realidad del misterio que se realizó por vez primera en el cenáculo ante las miradas atónitas (asombrados) de los discípulos y que hoy se renueva del mismo modo concreto que entonces, sigue siendo el Señor Jesús quien, en la persona de su ministro, realiza el gesto consecratorio, y hoy, aniversario de la institución de la Eucaristía y vigilia de la muerte del Señor, todo eso adquiere una actualidad impresionante.

Jesús «habiendo amado a los suyos... los amó hasta el extremo», dice Juan prologando el relato de la última cena (Jn 13, 1-15); «en la noche en que iban a entregarlo», precisa Pablo refiriendo la institución de la Eucaristía. Tremendo contraste: por parte de Cristo, el amor infinito, «hasta el extremo», hasta la muerte; por parte de los hombres, la traición, la negación, el abandono. La Eucaristía es la respuesta que da el Señor a la traición de sus criaturas. Parece estar impaciente por salvar a los hombres, tan débiles y perjuros, y anticipa místicamente su muerte ofreciéndoles como nutrimento ese cuerpo que en breve sacrificará en la cruz y esa sangre que derramará hasta la última gota. Y si dentro de pocas horas la muerte le arrebatará de la tierra, en la Eucaristía, sin embargo, se perpetuará su presencia viva y real hasta el fin de los siglos.

Pero juntamente con el sacramento del amor, Jesús deja a la Iglesia el testamento del amor: su «mandato nuevo». De repente, los Doce ven que el Maestro se arrodilla delante de ellos en la actitud de un siervo: «echa agua en la palangana y se pone a lavarles los pies a los discípulos». La escena se concluye con una advertencia: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros». No se trata tanto de imitar el gesto material, cuanto la actitud de humildad sincera en las relaciones recíprocas, considerándose y comportándose los unos como siervos de los demás. Sólo esta humildad hace posible el cumplimiento del precepto que Jesús está a punto de dar; «Les doy el mandato nuevo: que se amen entre ustedes (mutuamente) como yo los he amado» (ib 34), El lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, la muerte de cruz, indican cómo y hasta qué punto hay que amar a los hermanos para realizar y hacer verdad el precepto del Señor.

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