
martes, 4 de diciembre de 2018
HOMILIA Solemnidad de la INMACULADA CONCEPCIÓN (8 de diciembre de 2018)

HOMILIA Segundo Domingo de ADVIENTO cC (09 de diciembre 2018)
Segundo Domingo de ADVIENTO cC (09 de diciembre 2018)
Primera: Baruc 5, 1-9; Salmo: Sal 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6; Segunda: Filipenses 1, 4-11; Evangelio: Lucas 3, 1-6
Nexo entre las LECTURAS
En este Domingo (segundo de Adviento) el centro -nexo- es en torno a la Palabra que nos convoca a la “conversión”. Misteriosamente la PALABRA vuelve a nacer en Nochebuena y Navidad, y se nos pide que la vayamos interiorizando en nuestra vida. San Lucas nos dice que la Palabra de Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (evangelio). El profeta Baruc contempla a los hijos de Jerusalén que vivían en el destierro "convocados desde oriente a occidente por la Palabra del Santo y disfrutando del recuerdo de Dios" (primera lectura). San Pablo muestra su alegría a los filipenses por la colaboración que han prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy, es decir, a la Palabra de Dios convertida en Buena Nueva para los hombres (segunda lectura).
Temas...
1. «Quítate tu ropa de duelo y de aflicción, Jerusalén, vístete para siempre con el esplendor de la gloria de Dios, cúbrete con el manto de la justicia de Dios, … . Porque Dios mostrará tu resplandor… porque Dios se acordó de ellos. Ellos salieron de ti a pie, llevados por enemigos, pero Dios te los devuelve… porque Dios conducirá a Israel en la alegría, a la luz de su gloria, acompañándolo con su misericordia y su justicia» (Bar 5, 1-2, 9). Con lenguaje poético el profeta Baruc invita a Jerusalén, desolada y desierta por el destierro de sus hijos, a la alegría porque se acerca el día de la salvación y su pueblo volverá a ella conducido por Dios mismo. Jerusalén es figura de la iglesia. También la iglesia sufre por tantos hijos suyos alejados y dispersos, doloridos y sufrientes y también ella es invitada en el Adviento a renovar la esperanza confiando en el Salvador que en cada Navidad renueva místicamente su venida para conducirla a la salvación con todo su pueblo. El pecado aleja a los hombres de Dios y de la iglesia; el camino del retorno es preparado por Dios mismo con la Encarnación de su Unigénito. Y todo el nuevo pueblo de Dios le sale al encuentro en el Adviento.
2. Los profetas habían hablado de un camino que había que trazar en el desierto para facilitar la vuelta de los desterrados. Pero cuando el Bautista reanuda la predicación de aquéllos y se presenta a las orillas del Jordán como «… voz grita en desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos» (Lc 3, 4), ya no llama a construir sendas materiales, sino a disponer los corazones para recibir al Mesías, que había ya venido y que estaba para empezar su misión. Por eso Juan iba «anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (ib 4). Convertirse quiere decir purificarse del pecado, enderezar las torceduras del corazón y de la mente, colmar los derrumbes de la inconstancia y del capricho, derribar las pretensiones del orgullo, vencer las resistencias del egoísmo, destruir las asperezas en las relaciones con el prójimo, en una palabra, hacer de la propia vida un camino “recto” que vaya a Dios sin tortuosidades ni engaños… darse vuelta para Dios y practicar las obras de misericordia. Un programa, éste, que no se agota en solo el Adviento, pero que en cada Adviento debe ser actuado de un modo nuevo y más profundo para disponerse a la venida del Salvador. De esta manera «… todos los hombres verán la Salvación de Dios» (ib 6).
3. La conversión personal lleva consigo también el compromiso de trabajar por el bien de los hermanos y de la comunidad. Esta es la reflexión que brota de la segunda lectura. San Pablo se congratula con los Filipenses por su generosa contribución a la difusión del Evangelio y ruega para que su caridad crezca y se haga más iluminada, haciéndolos «puros e irreprensibles para el día de Cristo y llenos de frutos de justicia» (Fp 1, 10-11). En este pasaje paulino domina una perspectiva escatológica, en sintonía con el espíritu del Adviento, y constituye una nueva llamada a acelerar la conversión propia y de los demás, que deberá llevarse a término para «el día de Cristo Jesús» (ib 6). Pero es necesario recordar que nuestra salvación y la de los demás es obra más de Dios que del hombre. Este debe colaborar con seriedad, pero es Dios quien toma la iniciativa de obra tan grande y quien debe llevarla a cabo (ib). Sólo con la ayuda de la gracia puede el hombre aparecer «lleno de frutos de justicia» en el último día, porque la justicia, o sea, la santidad se consigue «solo por Jesucristo» (ib 11), abriéndose con humildad y confianza a su acción salvadora.
Sugerencias...
Con san Pablo, la Iglesia nos presenta un buen programa: llevar adelante la obra iniciada, seguir creciendo más y más en sensibilidad cristiana, apreciando los valores verdaderos, para que el día del Señor (¿la Navidad?, ¿el momento de nuestra muerte?, ¿el final de la historia?, ¿cada día porque siempre podemos encontrarnos con Dios?) nos encuentre limpios, irreprochables, cargados de frutos de misericordia, de justicia, de caridad.
El Adviento y la Navidad no nos pueden dejar igual. Algo tiene que cambiar en nuestra vida personal y comunitaria. En ‘algo’ se tiene que notar que estamos madurando y creciendo en esos valores cristianos, en la práctica de las virtudes, en la obediencia a los mandamientos. Esto no es exclusivo de este tiempo sino que es el llamado de siempre del Señor en la Eucaristía, que con su doble mesa -de la Palabra y el Cuerpo y Sangre del Señor-, nos quiere ayudar a conseguir, ser santos como el Señor es santo.
María, nuestra Señora del Adviento, ruega por nosotros.
Homilía del Papa Francisco en Santa Marta Lunes 3 de diciembre de 2018
Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Lunes 3 de diciembre de 2018
El Adviento, que comenzó ayer, es un tiempo tridimensional, por así decir, un tiempo para purificar el espíritu, para hacer crecer la fe con esa purificación. Estamos tan acostumbrados a la fe que a veces olvidamos su vivacidad y, muchas veces, quizá el Señor, al ver alguna de nuestras comunidades, podría decir, como en el Evangelio de hoy (Mt 8,5-11): “yo os digo que en esta parroquia, en este barrio, en esta diócesis, no sé, no he encontrado a nadie con una fe tan grande”. Son palabras que a veces el Señor puede decirnos, no porque seamos malos, sino porque estamos acostumbrados y con la rutina perdemos la fuerza de la fe, la novedad de la fe que siempre se renueva.
El Adviento es precisamente para renovar la fe, para purificar la fe y que sea más libre, más auténtica. He dicho que es tridimensional porque el Adviento es un tiempo de memoria, purificar la memoria. Se trata de purificar la memoria del pasado, la memoria de lo que pasó el día de Navidad: ¿qué significa encontrarnos con Jesús recién nacido? Una pregunta para hacerse a uno mismo, porque la vida nos lleva a considerar la Navidad como una fiesta: nos encontramos en familia, vamos a misa, pero, ¿te acuerdas bien de qué pasó aquel día? ¿Tu memoria está clara? El Adviento purifica la memoria del pasado, de lo que pasó aquel día: nació el Señor, nació el Redentor que vino a salvarnos. Sí, hay fiesta, pero siempre tenemos el peligro o la tentación de mundanizar la Navidad. Y eso pasa cuando la fiesta ya no es contemplación, una bonita fiesta de familia con Jesús en el centro, sino que empieza a ser una fiesta mundana: compras, regalos, esto y lo otro, y el Señor se queda allá solo, olvidado. Todo eso pasa también en nuestra vida: sí, nació en Belén, pero nos arriesgamos a perder la memoria. Y el Adviento es el tiempo propicio para purificar la memoria de aquel tiempo pasado, de aquella dimensión.
El Adviento tiene también otra dimensión: purificar la espera, purificar la esperanza, porque aquel Señor que vino, volverá. Y volverá a preguntarnos: ¿cómo ha ido tu vida? Será un encuentro personal: ese encuentro personal con el Señor, hoy, lo tendremos en la Eucaristía, pero no podemos tener un encuentro así, personal, con la Navidad de hace dos mil años, aunque sí tenemos la memoria de aquel momento. Pero, cuando Él vuelva tendremos un encuentro personal. Eso es purificar la esperanza: ¿adónde vamos, adónde nos lleva el camino? Pues, no sé, ¿has oído que ha muerto? ¡Pobrecillo! Recemos por él. Ha muerto, sí, pero mañana moriré yo, y encontraré al Señor, en ese encuentro personal, y también volverá el Señor después, para hacer cuentas con el mundo. Así pues purificar la memoria de lo que pasó en Belén, purificar la esperanza, purificar el fin. Porque no somos animales que mueren; cada uno encontrará cara a cara el Señor: cara a cara. Y es oportuno preguntarse: ¿Tú lo piensas? ¿Qué dirás? El Adviento sirve para pensar en ese momento, en el encuentro definitivo con el Señor. Esta es la segunda dimensión.
La tercera dimensión es más diaria: purificar la vigilancia. Además, vigilancia y oración son dos palabras para el Adviento, porque el Señor vino en la historia en Belén, y vendrá, al final del mundo y también al final de la vida de cada uno. Pero el Señor viene cada día, cada momento, a nuestro corazón, con la inspiración del Espíritu Santo. Y así es bueno preguntarse: ¿Yo escucho, sé lo que pasa en mi corazón cada día? ¿O soy una persona que busca novedades, con la expectativa de los atenienses que iban a la plaza cuando llegó Pablo: ¿qué novedades hay hoy? Es vivir siempre de las novedades, no de la novedad. Purificar esa espera es transformar las novedades en sorpresa, nuestro Dios es el Dios de las sorpresas: nos sorprende siempre. ¿Has terminado la jornada de hoy? —Sí, estoy cansado, he trabajado mucho y he tenido este problema y ahora veo un poco la tele y luego me acuesto. —Y tú, ¿no sabes qué ha pasado en tu corazón hoy? Que el Señor nos purifique en esta tercera dimensión de cada día: ¿qué sucede en mi corazón? ¿Ha venido el Señor? ¿Me ha dado alguna inspiración? ¿Me ha reprochado algo?
En el fondo, se trata de cuidar nuestra casa interior; y el Adviento es también un poco para eso. De aquí la importancia de vivir en plenitud las tres dimensiones del Adviento. Purificar la memoria para recordar que no nació un árbol de Navidad, no: ¡nació Jesucristo! El árbol es una bonita señal, pero nació Jesucristo, es un misterio. Purificar el futuro: un día me encontraré cara a cara con Jesucristo: ¿qué le diré? ¿Le hablaré mal de los demás? Y la tercera dimensión: hoy. ¿Qué pasa hoy en mi corazón cuando el Señor viene y llama a la puerta? Es el encuentro de todos los días con el Señor. Pidamos que el Señor nos dé esta gracia de la purificación del pasado, del futuro y del presente para encontrar siempre la memoria, la esperanza y el encuentro diario con Jesucristo.
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