Cuarto Domingo de CUARESMA cA (19 de marzo 2023)
Primera: 1 Samuel 16, 1b.5b-7.10-13a; Salmo: Sal 22, 1-6; Segunda: Éfeso 5, 8-14; Evangelio: Jn 9, 1-41
Nexo entre las LECTURAS
Los caminos de Dios, distintos de los nuestros… ese parece ser el nexo. La primera lectura nos hace leer un
gran regalo de Dios a su pueblo: un rey según su corazón, David. Es una lección de Dios a su pueblo:
además de tomar Él la iniciativa, sorprende a todos, no eligiendo al hijo mayor, al más alto y fuerte, sino a
un muchacho débil, en quien nadie había pensado. Los instrumentos más débiles son los que parece elegir
Dios a lo largo de la historia. Es un modo desconcertante de actuar… En el evangelio, Él elige a un Ciego y
por medio de él nos conduce a la Luz y a la Vida. También ahora, ya más cerca la fiesta anual de la Pascua,
vemos a un hombre de pueblo, hijo de un obrero, pobre, que no pertenece a la nobleza ni a las clases
sacerdotales: pero Él es el Enviado de Dios, y el que con su muerte (aparentemente un fracaso trágico) salva
a la humanidad. Los planes de Dios son distintos de los nuestros, ciertamente. El Salmo nos invita a cantar a
Dios como nuestro Pastor y mostrar nuestra confianza en Él.
En el mundo helenístico, Éfeso como Corinto, eran ciudades cosmopolitas, famosas, ilustres por su cultura y
por su refinamiento 'espiritual'. Según san Pablo, los cristianos son los hijos de la luz, los paganos de Éfeso
pertenecen más bien al reino de las tinieblas que hay que desenmascarar, para que las ilumine Cristo
(segunda lectura).
Temas…
Situación: Hemos escuchado hoy, como el Domingo anterior, un largo texto del evangelio que nos ha
contado (ahora) la historia de un HOMBRE QUE SE ENCONTRÓ A CRISTO EN SU CAMINO, Y SALIÓ
TRANSFORMADO de ese encuentro. El Domingo pasado fue la samaritana, que iba a sacar agua del pozo,
y se encontró con que Jesús le ofrecía un manantial de agua que no se terminaría nunca, el agua
renovadora, capaz de dar una vida nueva, que venía del propio Jesús. Y hoy, de nuevo, nos encontramos
con la historia de un hombre que busca: un ciego de nacimiento, que buscaba la luz.
«Para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». La historia de la curación del ciego de
nacimiento termina con esta alternativa: el que reconoce que debe su vista, su fe, a Cristo, llega, por la pura
gracia del Señor, definitivamente a la luz; pero el que cree que ve y que es un buen creyente por sí mismo y
sin deber nada a la gracia, ése es ya ciego y lo será siempre. Es lo que Jesús dice al final a los fariseos: «Si
estuvieran (completamente) ciegos no tendrían pecado; pero como decís que ven, el pecado de ustedes
persiste». El ciego de nacimiento no pide a Jesús que le conceda la vista, tampoco Jesús le pregunta si quiere
ver; es simplemente una elección de amor para revelar que Dios actúa en favor de su pueblo. Y después,
ayudado por la gracia, el que había sido ciego, se transforma lentamente en un perfecto creyente. Primero
obedece sin comprender: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé. El ciego fue, se lavó y volvió con vista».
Después no sabe quién es realmente el que le ha curado. Pero ante los fariseos se muestra más osado y
confiesa que el hombre que le ha curado es un profeta, y como sus padres no se atreven (por miedo a los
judíos) a reconocer a Jesús como profeta, el ciego tiene el valor de desafiar a sus adversarios («¿También
ustedes quieren hacerse discípulos suyos?») y de dejarse expulsar de la sinagoga. Ahora está ya maduro para
encontrarse con Cristo y (cuando Jesús se da a conocer) adorarle como un auténtico creyente. Sale de las
tinieblas de la desesperanza para entrar en la pura luz de la fe; todo ello en virtud de una gracia que él ni
siquiera ha pedido, una gracia cuya lógica sigue obedientemente y que crece en él como un grano de
mostaza hasta convertirse en el mayor de los árboles.
La elección de David (primera lectura) es como una confirmación de que el más pequeño, aquel en el que
nadie ha pensado (ni Jesé, ni Samuel), se convierte imprevistamente en ‘el justo’, en el elegido de Dios que
supera a todos sus hermanos mayores. «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el
hombre mira a las apariencias, pero el Señor mira al corazón», dice el Señor al profeta que busca al rey que
ha de ungir. «En aquel momento», no antes, «el Espíritu del Señor invadió a David y estuvo con él en
adelante», el mismo Espíritu que le hace crecer hasta convertirle en símbolo y antepasado de Jesús, en el
profeta que anticipa algo de la pasión de su descendiente, Cristo.
La segunda lectura nos exhorta simplemente a comportarnos como «hijos de la luz». Todos nosotros
hemos seguido el mismo camino que el ciego de nacimiento: «En otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos
luz en el Señor»; es decir: hemos sido introducidos por el Señor, que es la luz del mundo, en su luz; por eso:
«Caminen como hijos de la luz». Y como hijos de la luz debemos, al igual que el ciego de nacimiento,
debemos sacar las tinieblas a la luz, transformarlas para que se vea cómo están iluminadas por la luz y, en el
caso de que se dejen transformar, ellas mismas se convierten en luz. Aquí, como en el gran relato del
evangelio, queda claro que la luz de Jesús no sólo ilumina, sino que transforma todo lo que ilumina en luz
que brilla y actúa junto con la de Jesús.
Sugerencias...
- Nosotros somos cristianos porque lo llevamos dentro. Porque hemos encontrado a Jesús y nuestro
encuentro con Él nos ha abierto los ojos. Porque, aunque quizá no lo sabríamos explicar muy bien,
experimentamos que Él, y su vida, y el estilo que nos invita a seguir, y la novedad que Él ha puesto en el
mundo, nos llenan y nos atraen. Nosotros somos cristianos –si queremos llamarlo así– porque Jesús se ha
apoderado de nosotros y nos ha fascinado. Como a aquel ciego de nacimiento. A aquel pobre hombre, Jesús
se le acercó y le cambió la vida. Y ya podían entonces ir mareándolo y diciéndole que no podía ser. ¡Era tan
evidente, que después de haberse encontrado con Jesús todo era distinto para él! ¡Era tan claro que en la vida
ya no podía haber nada más importante que aquel profeta que le había abierto los ojos! ¡Era tan claro que,
cuando Jesús le pide la fe, la única respuesta posible para él es afirmar sus ganas de creer, de estar a su lado,
de seguirlo!
- Este tiempo de Cuaresma es para nosotros un tiempo para reafirmar nuestra adhesión a Jesucristo, nuestra
unión con Él. Él nos ha abierto los ojos y nosotros nos hemos hecho seguidores suyos. Pero eso tenemos que
vivirlo día a día, debemos reafirmarlo cada día. Tenemos que hacer que cada día la presencia de Jesús sea
más fuerte en nuestra vida. Hemos de orar, debemos empaparnos del Evangelio (¿ya leemos el evangelio? ¿o
nos contentamos solo con lo que escuchamos en la Iglesia?), debemos revisar constantemente si nuestra vida
es verdaderamente cristiana. Mirar nuestra vida, también, desde el Catecismo, o ¿sólo porque ya “hicimos la
Comunión” ya no rezamos más con el Catecismo?
- La Pascua, la renovación de nuestro bautismo. Si hacemos esto, entonces, cuando de aquí a tres semanas,
la noche santa de Pascua, encendamos la luz de Jesucristo y de aquella luz encendamos nuestras velas, y
cuando después renovemos nuestras promesas bautismales, nuestra celebración, nuestra fiesta, será
verdadera y auténtica. De aquí a tres semanas, en la noche santa de Pascua, en la Vigilia pascual, tanto los
que nos encontraremos aquí en esta Celebración como los que estén fuera en otros lugares, viviremos con
todo el gozo la presencia salvadora del Señor resucitado. Ahora, en estos días de Cuaresma, lo
acompañaremos, viviremos intensamente nuestro camino de conversión, nos uniremos a Él en su entrega
hasta la muerte en la cruz. Y después, en la Pascua, lo celebraremos y aclamaremos. Porque Él es la única
luz capaz de iluminar de verdad nuestras vidas.