lunes, 3 de mayo de 2021
HOMILIA DOMINGO SEXTO DE PASCUA cB (09 de mayo 2021)
DOMINGO SEXTO DE PASCUA cB (09 de mayo 2021)
Primera: Hechos 10, 25-27.34-35.44-48; Salmo: Sal 97, 1-4; Segunda: 1Juan 4,7-10; Evangelio: Juan 15,
9-17
Nexo entre las LECTURAS
La palabra clave de los textos de los pasados Domingos ha sido “vida”, la palabra clave del texto de hoy es
“amor”. El amor del Padre se manifiesta en Jesús. Manifestar el amor de Jesús a la humanidad es responder
a su amor y la misión de sus seguidores y seguidoras. "Quien no ama no conoce a Dios porque Dios es
amor". Hermosa síntesis de la presente liturgia. La vida cristiana se desenvuelve en el círculo del amor, que
comienza en Dios, se hace visible en Jesucristo, se dilata entre los hombres y retorna al mismo Dios. Siendo
Dios amor, en Él está el inicio de todo movimiento de amor (segunda lectura). Jesucristo, encarnación de
Dios Amor, llama a sus discípulos amigos, es decir, creados por el amor y para el amor (evangelio). El amor
de Dios en Cristo a los hombres es abierto y universal, pues en el amor de Dios no hay acepción de
personas, y a todos los quiere hacer partícipes de su Espíritu, fuerza y presencia (primera lectura).
Temas...
Dios no hace distinción de personas. La primera lectura de hoy nos presenta un momento coyuntural en el
desarrollo de la predicación del Evangelio: la luz de la gracia, ¿es también para los paganos? Los que no
pertenecíamos a la raza de Abraham, de quien vienen los profetas, ¿tenemos derecho a esperar en las
promesas que Dios hizo por los profetas? Hoy la respuesta a una pregunta así nos parece obvia, pero no era
así, ni mucho menos, en el tiempo de los Apóstoles. La palabra fundamental, para fundamentar una
respuesta, es aquello que dice Pedro: «Dios no hace distinción de personas». Si se nos mira desde la cultura,
la lengua, la raza o incluso la religión, somos distintos; pero si se piensa en la necesidad que todos tenemos
de ser salvados, y en la imposibilidad que todos tenemos, judíos y no judíos, de salvarnos por nuestras solas
fuerzas o, méritos, planes o propósitos, entonces somos iguales: no hay distinción.
Que Dios no hace distinción de personas no significa que no nos atiende de una manera distinta según
nuestras distintas circunstancias y necesidades; significa que en cuanto a la necesidad de la salvación por la
gracia somos iguales. Y esto es importante decirlo, porque vivimos en una época que pretende sentirse a
salvo haciendo declaraciones de igualdad de derechos. Es como un axioma de nuestra época hablar de
«Derechos Humanos». Pues bien, el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre del 10
de Diciembre de 1948 reza así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y,
dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Aparentemente ahí está todo: libertad, igualdad, fraternidad, esto es, el ideal de los revolucionarios de La
Bastilla.
Mas, ¿son equivalentes la «igualdad» de la Revolución Francesa y la «igualdad» que predica Pedro en este
capítulo décimo de los Hechos de los Apóstoles? ¿Valen por igual la «fraternidad» de la ONU y la
«fraternidad» de los que se declaran hermanos en un mismo bautismo y con un mismo Padre en los Cielos?
Notemos, a partir de lo dicho al comienzo de esta reflexión, cuál es la igualdad que predica Pedro: es la
igualdad en la condición de necesitados de la gracia. No es la igualdad como «derecho», sino como
«indigencia»; consiguiente, la fraternidad que predica Pedro no es la de quienes «quieren» ser hermanos
uniendo en sus esfuerzos, según un ideal que ven conveniente a sus intereses, sino la fraternidad de quienes
«se descubren» hermanos, porque han sido amados, perdonados y salvados por un mismo Dios y por una
misma gracia. No son iguales la igualdad de la ONU y la de la Biblia.
Permanecer en el amor y permanecer en el mandato. Es dulce a nuestros oídos aquello de «permanecer
en el amor», según la palabra de Cristo en el evangelio de hoy; tal vez no suena tan amable eso otro de
«permanecer en los mandamientos». Y, sin embargo, estas dos indicaciones vienen del mismo Cristo y
apuntan hacia el mismo cielo. El «mandamiento» nos recuerda que nuestra vida tiene una fuente, un origen,
y por consiguiente, no brota de su propia voluntad ni tiende sin más hacia su solo deseo. El «amar» nos
enseña que hay una compatibilidad fundamental entre nuestro anhelo más íntimo de felicidad y aquello que
hemos recibido del Señor Jesús por la fuerza de su gracia y de su sangre.
Permanecer en el amor y guardar los mandamientos son, pues, dos aspectos complementarios de una misma
obra que Cristo ha hecho por nosotros. Vivir en el amor es tender hacia lo más puro, dulce y feliz de nuestro
ser y de nuestra sed. Vivir en el mandamiento es afianzarse en lo más firme, fundante y prometedor que
pueden recibir nuestros oídos y descubrir nuestra razón. Sólo en la conjunción de ese impulso maravilloso
que es amar con ese cauce fiable y profundo que es obedecer se encuentra la plenitud de la vida en Cristo.
Sugerencias...
«La caridad procede de Dios... Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Estas palabras de San Juan sintetizan el mensaje
de la Liturgia del día.
Es amor el Padre que «envió al mundo a su HIJO unigénito para que nosotros vivamos por él» (ib 9,
segunda lectura), Es amor el Hijo que ha dado la Vida no solo por sus amigos» (Jn 15, 13; Evangelio), Sino
también por enemigos (San Pablo). Es amor el Espíritu Santo en quien «no hay acepción de personas» (Hch
10, 34; primera lectura) y que está como impaciente por derramarse sobre todos los hombres (ib 44). El
amor divino se ha adelantado a los hombres sin mérito por parte de ellos: «En eso está el amor, no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4, 10). Sin el amor preveniente de
Dios que ha sacado al hombre de la nada y luego lo ha redimido del pecado, nunca hubiera sido el hombre
capaz de amar. Así como la vida no viene de la criatura sino del Criador, tampoco el amor viene de ella, sino
de Dios, la sola fuente infinita.
El amor de Dios llega al hombre a través de Cristo. Como el Padre me amó, yo también los he amado» (Jn
15, 9). Jesús derrama sobre los hombres el amor del Padre amándonos con el mismo amor con que Él es
amado; y quiere que vivan en este amor: «permanezcan en mi» (ib). Y así como Jesús permanece en el amor
del Padre cumpliendo su voluntad, del mismo modo los hombres deben permanecer en su amor observando
sus mandamientos. Y aquí aparece de nuevo -en primera fila- lo que Jesús llama su mandamiento: «que se
amen unos a otros como yo los he amado» (ib 12). Jesús ama a sus discípulos como es amado por el Padre, y
ellos deben amarse entre sí como son amados por el Maestro. Cumpliendo este precepto se convierten en sus
amigos: «Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando» (ib 14). La amistad exige reciprocidad de
amor; se corresponde al amor de Cristo amándolo con todo el corazón y amando a los hermanos con los
cuales Él se identifica cuando afirma ser hecho a Él lo que se ha hecho al más pequeño de aquellos (Mt 25,
40).
Es conmovedora y sorprendente la insistencia con que Jesús recomienda a sus discípulos, en el discurso de
la Cena, el amor mutuo; sólo mira a formar entre ellos una comunidad compacta, cimentada en su amor,
donde todos se sientan hermanos y vivan los unos para los otros, no solo con los otros. Lo cual no significa
restringir el amor al círculo de los creyentes; al contrario: cuando más fundidos estén en el amor de Cristo,
tanto más capaces serán de llevar este amor a todos los hombres. ¿Cómo podrían los fieles ser mensajeros de
amor en el mundo si no se amasen entre sí? Ellos deben mostrar con su conducta que Dios es amor y que
uniéndose a Él se aprende a amar y se hace uno, amor; que el Evangelio es amor y que no en vano Cristo ha
enseñado a los hombres a amarse; que el amor fundado en Cristo vence las diferencias, anula las distancias,
elimina el egoísmo, las rivalidades, las discordias (cfr.: Ft). Todo esto convence más y atrae más a la fe que
cualquier otro medio, y es parte esencial de aquella fecundidad apostólica que Jesús espera de sus discípulos,
a los cuales ha dicho: «los he destinado para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca» (Jn 15, 16),
Sólo quien vive en el amor puede dar al mundo el fruto precioso del amor (cfr.: E.G.).
María, Madre del AMOR HERMOSO, ruega por nosotros que recurrimos a Vos.
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