II DOMINGO DE PASCUA o DOMINGO DE LA DIVINA
MISERICORDIA cC (24 de abril 2022)
Primera: Hechos 5, 12-16; Salmo: Sal 117, 2-4. 22-27a; Segunda: Apocalipsis
1, 9-11.12-13.17-19; Evangelio: Juan 20, 19-31
Nexo entre las LECTURAS
Cristo, "el Viviente" "el Misericordioso".
Así lo "ve" san Juan en el Apocalipsis y en el Evangelio. También a
nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina
Misericordia, el Señor nos muestra que es misericordioso, y uno de los signos
son sus llagas, como el amor paciente a los discípulos, en especial a Tomás. Bien,
son llagas de misericordia. «Por sus llagas fuimos sanados» (Is 53,5), decía la
liturgia del Viernes Santo. Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a
tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad y nuestras llagas. Nos
invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, para que obtengamos
misericordia y seamos misericordiosos con los demás. Así lo experimentan los
primeros cristianos de Jerusalén e iniciaron una cadena de misericordia que
está llegando hasta nuestros días y seguirá presente hasta el fin de los
tiempos.
"Yo soy el que vive; estuve muerto, pero ahora
vivo para siempre" dice el Hijo de hombre a san Juan en la visión (segunda
lectura). El Viviente se aparece a los discípulos atemorizados para infundirles
paz, encomendarles la misión y otorgarles el Espíritu (Evangelio). El Viviente,
el Misericordioso continúa operando signos y prodigios en medio del pueblo por
medio de los apóstoles (primera lectura) y nos invita a ser testigos delante de
todos… como dice el salmista: Que lo digan los que temen al Señor: ¡es eterno
su amor!
Pedimos que lo puedan experimentar los muchos
sufrientes del mundo de hoy, en especial los pueblos de Ucrania y Rusia.
Temas... Sugerencias… (acompañados por san Juan Pablo II)
"No temas: yo
soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo
por los siglos de los siglos" (Ap 1, 17-18). En la segunda lectura, tomada
del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos
invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su tranquilizadora
presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más
compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: "No temas"; morí en la cruz, pero
ahora "vivo por los siglos de los siglos"; "yo soy el primero y
el último, yo soy el que vive". Cuánta necesidad tenemos de volver a
escuchar estas palabras en la intimidad de un encuentro con Él para tener
fuerza y valentía (coraje) para la entrega diaria y testimoniar la fe. Él nos
dice: "El primero", es decir, la fuente de todo ser y la
primicia de la nueva creación; "el último", el término
definitivo de la historia; "el que vive", el manantial inagotable
de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y
resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que
implora el perdón para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las
puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya
"las llaves de la muerte y del infierno" (Ap 1, 18).
"Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia" (Sal 117, 1). Hagamos nuestra la exclamación del salmista,
que hemos cantado en el Salmo responsorial:
la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la
verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del
acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a
nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha
cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se
manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra
redención, no se acobarda ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.
Tanto los creyentes como
los no creyentes pueden ‘admirar’ en el Cristo humillado y sufriente una
solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de
cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del
Hijo de Dios, "habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre es
absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (...) Creer en ese amor
significa creer en la misericordia".
Queremos dar gracias al Señor
por su amor, que es más
fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como
misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a
su vez, "misericordia" hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar
a Dios y amar al próximo, e incluso a los "enemigos", siguiendo el
ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia toda?
Con estos
sentimientos, celebramos
el II domingo de Pascua, que desde el gran jubileo, se llama también domingo de
la Misericordia divina. El mensaje que anunciamos constituye la respuesta
adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas
de los hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias (pensemos en la
cuarentena y en la guerra… y mucho otros dolores). Un día Jesús nos dijo por
medio de sor Faustina: "La
humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia
divina". ¡La misericordia divina! Este es el don pascual que la Iglesia
recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad, en los comienzos del
tercer milenio.
El evangelio, que
acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor
de este don. El
evangelista san Juan nos hace compartir la emoción que experimentaron los
Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra
atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos
temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les
muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les
comunica: "Como el Padre me ha
enviado, así también los envío yo". E inmediatamente después "exhaló (sopló)
su aliento sobre ellos y les dijo:
"Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados les
quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos". Jesús
les confía el don de "perdonar los pecados", un don que brota de las
heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde
allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad. Revivamos este momento
con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus
llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y
perdón.
¡El Corazón de Cristo! Su "Sagrado Corazón" ha dado todo
a los hombres: la redención, la
salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa
Faustina vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. "Los dos
rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua". La
sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua,
según la rica simbología del evangelista san Juan, alude al bautismo y al don
del Espíritu Santo. A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de
difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo
restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad
auténtica y duradera, sólo en Él puede encontrar su secreto.
"Jesús, en ti confío". Esta jaculatoria, que rezan numerosos
devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos
abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador. Tú
ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu
corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un
simple acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la
tristeza (Francisco, Vigilia Pascual 2022), de la duda y la desesperación. Los
rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al
que se siente oprimido por el peso del pecado.
María, Madre de
misericordia, haz que
mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos
también tú, santa Faustina, que hoy recordamos con particular afecto. Fijando
nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir
contigo: "Jesús, en ti
confío". Hoy y siempre.
Sagrado Corazón de Jesús,
en Vos confío…
P. ANGEL