Cuarto Domingo de CUARESMA cC (30 de marzo 2025)
UNA PARÁBOLA FAMILIAR. Hoy sale a nuestro encuentro una parábola muy familiar. Familiar en un doble sentido. Por un lado, nos es muy conocida. Por eso nos parece que ya tenemos claro qué nos dice y no nos paramos demasiado a profundizar en ella. Por otro, nos plantea unos problemas de relaciones familiares, a través de las cuales Dios quiere hablarnos de nuestras relaciones con él, y de las que hemos de tener con todos los que se reúnen en el interior de su casa en el seno de su familia.
Para empezar a acercarnos, en nuestro caso, a esta parábola, será bueno recordar que se nos presenta en el marco de los Domingos en que la Iglesia nos propone decididamente sumergirnos en lo que significa "conversión" en la cuarta semana. Así pues, bajo esta óptica, básicamente tendrá que ser considerada.
EL HIJO MENOR. El hijo menor es el que habitualmente ha dado nombre a la parábola. De hecho, es de quien más cosas se explican. En lo referente a la enseñanza que hoy hemos de obtener, hemos de afirmar que, avanzando en lo dicho el pasado Domingo que se "paraba" en la necesidad que tenemos de conversión, aquí se nos describen todos los pasos que la conversión implica. El hijo menor, el que llamamos "pródigo", se prodiga en el pecado hasta que toca fondo y empieza a llorar su estado miserable. Puede parecer un punto de partida débil para que se reconozca pecador; pero se reconoce como tal y hace todo lo que requiere la más sincera conversión: rehacer el camino que lleva a la casa paterna, confesar arrepentido —ante Dios— su pecado, entrar a celebrar la fiesta del perdón. Se trata de los tres pasos que debemos plantearnos cómo damos, en concreto, cada uno de nosotros.
El HIJO MAYOR. Sabemos del hijo mayor que ha sido fiel al trabajo en la propiedad paterna. Pero no se ha fijado en la manera de ser del padre. Y eso le conduce hasta no querer entrar en casa cuando se encuentra frente a situaciones que no acaba de entender. Se trata de quien se cree justo y no tiene necesidad de conversión. ¿Cuál es su pecado? Podría pensarse en la envidia. En realidad es un pecado más sutil: la falta de misericordia. No se nos dice qué más hace, pero nos da ocasión, a partir de la respuesta del padre, para que aprendamos a comportarnos con los "pecadores arrepentidos"
EL PADRE. El padre, el tercer personaje de la parábola, respeta la libertad de los hijos con la confianza de que se comportarán como hijos. Desde lo lejos contempla el camino que hace el hijo que vuelve a casa. Sale al encuentro del hijo menor y también del hijo mayor. Se muestra misericordioso con el uno y con el otro. Hace que uno y otro se sepan invitados a la mesa familiar, a la comunión de la fiesta de los hijos reencontrados. Al hijo arrepentido lo abraza. Al hijo que cree estar libre de pecado, lo llama a la conversión mostrándole el sentido que tiene tratar con misericordia festiva a los pecadores arrepentidos.
NOSOTROS. La parábola ha sido narrada y escrita para nuestra enseñanza. Nosotros, por el bautismo, hemos llegado a ser hijos. Desde esta perspectiva, la parábola nos habla muy directamente. Cada cual sabrá en qué situación se halla en relación con Dios, a cuál de los hijos de la parábola se parece más. En todo caso, nos hemos de sentir llamados a conversión por la misericordia del Padre, y movidos a tratar a todos con misericordia para que Dios sea también misericordioso con nosotros (Cf. St 2,12-13 y el Jubileo 2025)).
CRISTO. En el evangelio de hoy vemos a Cristo, nuestro "hermano mayor" en la gran familia de los hijos de Dios, comportándose al revés del hijo mayor de la parábola: "Este hombre —Jesús— acoge a los pecadores y come con ellos". La comprensión de esta frase, o mejor, de esta manera de proceder de Jesús con los pecadores —un comportamiento que nos da a entender cómo en él se refleja el amor, la compasión y la misericordia del Padre— viene introducida con el texto de hoy de san Pablo a los Corintios: "Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo". Y añade: "Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios". En Cristo el Padre nos ha abierto los brazos y nos ha dado el abrazo del perdón.
Por eso podemos afirmar que el apóstol Pablo presenta un cambio de acento: de la conversión pasa a la "reconciliación". Nos exhorta —en nombre de Cristo—a reconciliarnos con Dios, a vivir reconciliados con Dios. Cristo cambia los términos de la parábola del "hijo pródigo". En Cristo, Dios sale a nuestro encuentro por medio del hijo mayor, quien nos acoge en nombre del Padre y nos invita a entrar en el banquete de la reconciliación. Cristo nos ofrece asiento en la mesa de los hijos (y él come con nosotros). Los pecadores convertidos reciben de este modo el trato de criados que esperan fieles cuándo volverá su amo de la fiesta de bodas: "El amo se ceñirá, los sentará a su mesa y empezará a servirles" (Lc 12,37). El Señor se muestra "pródigo" hasta tal punto en todo tipo de bienes con todos los pecadores que se convierten.
La Eucaristía es el banquete abundante de la misericordia divina, El banquete que hace afirmar a los pecadores arrepentidos: "Gusten y vean qué bueno es el Señor" (Salmo responsorial).