SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. (01 de enero 2025).
58 Jornada mundial de la paz (en el Jubileo Ordinario). Un camino de esperanza: Perdona
nuestras ofensas, concédenos tu paz.
EN EL ALBA DE UN NUEVO AÑO
En la liturgia de la iglesia, el año nuevo es simplemente el día octavo después de la Navidad, después del
nacimiento del Señor. En esta subordinación del comienzo del año civil bajo el misterio de la fe y de su
nuevo inicio, se advierte a las claras la transformación del tiempo que se opera mediante la fe. Sin la fe,
nuestro calendario no es otra cosa que la medida de las rotaciones de la tierra: en un poco más de
veinticuatro horas gira la tierra en torno a sí misma, y más o menos en trescientos sesenta y cinco días, en
torno al sol. Día y año son dimensiones puramente mecánicas, expresión de una marcha circular que siempre
se repite de nuevo. El tiempo es un círculo; no tiene ningún de dónde y adónde. La tierra realiza su carrera,
prescindiendo del sufrimiento y de las esperanzas de los hombres que sobre ella viven.
La fe transforma el tiempo. Su unidad de medida no son los movimientos de los astros, sino las acciones de
Dios, en las cuales él nos aplica su corazón. Los dos grandes acontecimientos que proporcionan al tiempo un
nuevo eje son el nacimiento y la resurrección del Señor. A partir de estos hechos de Dios, surge la festividad
cristiana, que no tiene nada que ver con las órbitas descritas por los astros. La repetición de las fiestas es
algo totalmente distinto del discurrir de los días desde el principio del año al final del mismo. No es un
circular eterno, sino la expresión de lo inagotable del amor, del corazón que apunta hacia nosotros en la
acción del recuerdo. Así el comienzo cristiano, que significan las navidades, posee también un nuevo
contenido frente al inicio del año civil: es, ni más ni menos, que la posibilidad siempre nueva de retornar a la
bondad de Dios encarnada, y de convertirnos en hijos y de vivir de nuevo a partir de ello.
Pero se hace, asimismo, patente algo nuevo: el octavo día después de la Navidad tiene, en la liturgia y en el
derecho de Israel, un significado bien determinado: es el día de la circuncisión y de la imposición del
nombre, esto es, el día de la aceptación legal en la comunidad de Israel, en su promesa y de la recepción
responsable de la carga que supone la ley. Un hombre no nace propiamente con su nacimiento biológico.
Porque no consta sólo de lo biológico, sino de espíritu, de lenguaje, de historia, de comunidad. Pero, para
ello, necesita de los otros, que le otorgan el lenguaje, la comunidad, la historia y el derecho. El día octavo en
la vida del Niño Dios significa que él se naturalizó legalmente con su pueblo. Dios se naturalizó en ese
mundo y recibió su nombre, Jesús, que le muestra como ciudadano de nuestra historia y que hace que se le
pueda denominar o nombrar como hombre. Y sólo por su naturalización en nuestra historia llega a plenitud y
se completa, a la inversa, el oscuro misterio de nuestro propio nacimiento: el comienzo humano, que se halla
indeciso entre la bendición y la maldición, entró en el signo de la bendición. Nuestro signo estelar es, a partir
de ahí, él, el Niño nacido y naturalizado entre nosotros, el cual lleva nuestra historia humana hacia Dios.
Finalmente, se puede también afirmar esto: el octavo día es asimismo el día de su resurrección y, al mismo
tiempo, el día de la creación; la creación no queda establecida estéticamente, sino que se orienta hacia la
resurrección. Así el día octavo se convierte en el símbolo del bautismo, en el símbolo de la esperanza
cristiana en fin de cuentas: la resurrección, la vida del Niño es más fuerte que la muerte. Nuestro camino es
esperanza: en medio del tiempo que pasa se halla el nuevo comienzo, que ha entrado en la marcha del amor
eterno. Seguimos en tiempo de Navidad, estrenando un Año Santo de gracia para fortalecer y compartir la
Esperanza.
EL JUBILEO DEL AÑO DEL SEÑOR 2025.
Según el Papa Francisco, podrá ser un signo de renacimiento, y de confianza, de paz y bendiciones para
todos, como Peregrinos de Esperanza, pero sin perder de vista tantos vacíos y sufrimientos de nuestro
mundo, que sólo puede llenar Dios. Hay un hueco con forma de Dios en el corazón humano, que sólo lo
puede llenar Él (San Agustín: nos hiciste para Ti y solo en Ti hallamos descanso/gozo/paz).
San Pablo VI, con la Fiesta de María, Madre de Dios, puso de manifiesto el vínculo del Nacimiento de
Cristo con la Maternidad de María. Desde María, Madre de Dios, contemplamos hoy el Misterio central del
Nacimiento del Verbo, en la humildad de nuestra carne, con el deseo de hacerlo nuestro como ella.
María es conocida por todos como la Madre de Jesús, pero ¿cómo es que la Iglesia católica le dio el título de
Madre de Dios? Porque en ella la Palabra se hizo Carne y acampo entre los hombres el Hijo de Dios,
príncipe de la Paz, cuyo nombre, Salvador, está por encima de todo otro nombre.
Esta Fiesta de María, Madre de Dios, nos ayuda a acoger hoy la Palabra como ella en el corazón, y
entregarla hecha vida en la fe. El Hijo de Dios se hizo hombre naciendo como todos, de una mujer, marcado
por la fragilidad y la debilidad inherentes a toda carne, que Jesús hizo suyos. Por eso, Él es el ancla de
nuestra esperanza.
En este día en que el Papa abre la puerta de la Basílica de Santa María la Mayor a todos los peregrinos de la
Esperanza, nos abrimos nosotros en oración, a la Misericordia y la Caridad de la Salvación para todo el
año.