Domingo vigésimo del TIEMPO ORDINARIO cA (20 de agosto de 2023)
Primera: Isaías 56, 1. 6-7; Salmo: Sal 66, 2-3. 5-6. 8; Segunda: Romanos 11, 13-15. 29-32; Evangelio: Mateo 15, 21-28
Nexo entre las LECTURAS
El salmo responsorial, que es la plegaria que sintoniza admirablemente con la primera lectura, nos ha hecho suplicar: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben". Una plegaria en consonancia con la misión universal de la Iglesia (Evangelio). Y es que Dios la ha pensado como sacramento de salvación para todos los hombres. El nuevo pueblo de Dios sería infiel a su vocación si se replegara en sí mismo. Cristo lo ha enviado a todo el mundo. He aquí una consecuencia lógica del querer de Dios y de la obra de Cristo. Hay que tener presente la gran afirmación: "Los dones y el llamado de Dios a Israel son irrevocables (segunda lectura) y Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". La Iglesia es, en esta línea y siguiendo la afirmación de san Juan Pablo II, camino hacia el hombre para que el hombre camine hacia Dios.
Temas...
Los aquí reunidos para celebrar la Eucaristía hemos descubierto, en algún momento de nuestra vida, el amor entrañable que Dios nos tiene, su proyecto de salvación que su Hijo Jesucristo nos ha comunicado, y al que hemos querido responder intentando ser fieles, en nuestra vida, a esta llamada que hemos descubierto.
El largo camino de la propuesta salvadora de Dios. El camino de la salvación que Dios nos propone se ha ido mostrando poco a poco a la humanidad, desvelando progresivamente la grandeza y la radicalidad de su invitación.
En un primer momento, la relación de Dios con la humanidad tiene un destinatario especial. Dios establece un pacto, una relación única y especial, con el pueblo elegido, con el pueblo de Israel, a la espera de obtener una respuesta de fidelidad, Así, Israel será su pueblo, y el Señor será su Dios.
Con Jesús, esta propuesta de salvación queda también dirigida en concreto al pueblo de Israel, pero hallamos ya elementos que nos descubren un alcance más amplio: la salvación de Dios aspira a llegar a toda la humanidad. Dios, Padre de toda criatura humana, de todo hombre y de toda mujer, los quiere con amor entrañable y quiere proponerles su proyecto de salvación y de felicidad.
La alabanza de la fe. Si leemos con atención el evangelio, nos encontramos con llamadas de Jesús a creer en Él, a tener fe en sus gestos y en sus palabras, en lo que transmiten y en nombre de quien lo hace. Pero estas llamadas no siempre son correspondidas, Por eso a menudo se queja de la incredulidad o de la "poca fe" de los que le siguen, en especial del primer destinatario del proyecto de Dios: el pueblo de Israel,
Pero también podemos encontrar en otras ocasiones cómo Jesús alaba la fe de alguien. Hoy hemos escuchado una de esas alabanzas, la dirigida a aquella mujer cananea: "¡Mujer, qué grande es tu fe!" La otra alabanza va dirigida al centurión que le pide la curación de su criado: "En verdad les digo: En todo Israel no he hallado a nadie con tanta fe".
En dos ocasiones Jesús alaba la fe de alguien, Y en ambas ocasiones la persona elogiada no pertenece al pueblo de Israel, ambas son paganas.
Herederos de una historia, llamados a la fe. Después de su resurrección, Jesús encargó a sus discípulos que contagiaran la Buena Noticia que les había anunciado y que habían tenido la suerte de experimentar, por el mundo entero. Quiso que la salvación que Él había traído de parte de Dios llegara a todos; que todo el mundo se beneficiara de ella que todos participaran de ella. Todos nosotros somos herederos de aquel encargo misionero y evangelizador y en sinodalidad. Gracias a aquellos apóstoles y profetas, y a otras muchas personas, la fe en Cristo se ha extendido por todas partes, y muchos pueblos y personas hemos logrado conocer, celebrar, vivir y testimoniar nuestra fe en Jesús, muerto y resucitado.
Todos nosotros hemos de considerarnos de la descendencia de aquellos dos paganos y de muchos otros que, después de ellos, han conocido a Jesús, han aceptado su mensaje con fe profunda, convencida, proclamada sin temor.
Todos nosotros hemos sido agraciados con el conocimiento y la acogida de la Buena Noticia de Jesús en nuestra vida. Pero, si nos encontrásemos cara a cara con Él, ¿podría alabar nuestra fe, como alabó la de aquella mujer cananea o la del centurión? Acoger a Jesús y su gracia exige de nosotros una respuesta al amor entrañable de Dios, hecha de fidelidad, de confianza y, sobre todo, de fe.
La participación de esta Eucaristía, en la que acogemos el alimento de la Palabra de Dios y de su Cuerpo partido y compartido, nos ha de ser un estímulo para crecer en fidelidad, en confianza y en fe.
Sugerencias... (Lectio)
Contemplar la escena de la cananea: una mujer pagana, no israelita, que tenía la hija muy enferma, endemoniada, y oyó hablar de Jesús. Sale a su encuentro y con gritos le dice: «Señor, Hijo de David, ten piedad de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio» (Mt 15,22). No le pide ‘algo especial’, solamente le expone el mal que sufre su hija, confiando en que Jesús ya actuará.
Jesús ‘como que se hace el sordo’. ¿Por qué? Quizá porque había descubierto la fe de aquella mujer y deseaba acrecentarla (pasó con la Samaritana, con el Ciego, con Zaqueo y con Marta –hermana de Lázaro–). Ella continúa suplicando, de tal manera que los discípulos piden a Jesús que la despache. La fe de esta mujer se manifiesta, sobre todo, en su humilde insistencia, remarcada por las palabras de los discípulos: «atiéndela, porque nos persigue con sus gritos» (Mt 15,23).
La mujer sigue rogando; no se cansa. El silencio de Jesús se explica porque solamente ha venido para la casa de Israel. Sin embargo, después de la resurrección, dirá a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).
Este silencio de Dios, a veces, nos atormenta. ¿Cuántas veces nos hemos quejado de este silencio? Pero la cananea se postra, se pone de rodillas. Es la postura de adoración. Él le responde que no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros. Ella le contesta: «Y, sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños» (Mt 15,26-27).
Esta mujer está muy despierta desde su humildad. No se enfada, no le contesta mal, sino que le da la razón: ‘Tienes razón, Señor’. Pero consigue ponerle de su lado. Parece como si le dijera: ‘Soy como un perro, pero el perro está bajo la protección de su amo’.
La cananea nos ofrece una gran lección: da la razón al Señor, que siempre la tiene. No hemos de querer tener la razón cuando te presentas ante el Señor (el libro de Job). No debemos ser quejosos sino, más bien, oferentes (esto dice la Virgen en Fátima a los pastorcitos) y, si te quejas, acaba diciendo: ¡Señor, que se haga tu voluntad!
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