martes, 12 de septiembre de 2017

ORACION AL DULCE NOMBRE DE MARIA

Madre de Dios y Madre mía María!
Yo no soy digno de pronunciar tu nombre;
pero tú que deseas y quieres mi salvación,
me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura,
que pueda llamar en mi socorro
tu santo y poderoso nombre,
que es ayuda en la vida y salvación al morir.
¡Dulce Madre, María!
haz que tu nombre, de hoy en adelante,
sea la respiración de mi vida.
No tardes, Señora, en auxiliarme
cada vez que te llame.
Pues en cada tentación que me combata,
y en cualquier necesidad que experimente,
quiero llamarte sin cesar; ¡María!
Así espero hacerlo en la vida,
y así, sobre todo, en la última hora,
para alabar, siempre en el cielo tu nombre amado:
“¡Oh clementísima, oh piadosa,
oh dulce Virgen María!”
¡Qué aliento, dulzura y confianza,
qué ternura siento
con sólo nombrarte y pensar en ti!
Doy gracias a nuestro Señor y Dios,
que nos ha dado para nuestro bien,
este nombre tan dulce, tan amable y poderoso.
Señora, no me contento
con sólo pronunciar tu nombre;
quiero que tu amor me recuerde
que debo llamarte a cada instante;
y que pueda exclamar con san Anselmo:
“¡Oh nombre de la Madre de Dios,
tú eres el amor mío!”
Amada María y amado Jesús mío,
que vivan siempre en mi corazón y en el de todos,
vuestros nombres salvadores.
Que se olvide mi mente de cualquier otro nombre,
para acordarme sólo y siempre,
de invocar vuestros nombres adorados.
Jesús, Redentor mío, y Madre mía María,
cuando llegue la hora de dejar esta vida,
concédeme entonces la gracia de deciros:
“Os amo, Jesús y María;
Jesús y María,
os doy el corazón y el alma mía”.

HOMILIA DOMINGO VIGESIMOCUARTO DEL TIEMPO ORDINARIO

Domingo vigesimocuarto del TIEMPO ORDINARIO cA (17 de septiembre de 2017)
Primera: Eclesiástico 27, 30-28, 7; Salmo: Sal 102, 1-4. 9-12; Segunda: Rom 14, 7-9; Evangelio: Mateo 18, 21-35
Nexo entre las LECTURAS
El perdón es el tema sobresaliente en las lecturas de este Domingo. La Primera Lectura nos habla de la actitud que el israelita debía adoptar ante un ofensor. El texto sagrado anticipa, de algún modo, la petición del Padre Nuestro en el evangelio: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. El autor considera la inevitable caducidad de la vida terrena, la muerte de los vivientes y la consiguiente corrupción. Esta meditación le hace ver que es vano adoptar una actitud de ira y de venganza en relación con nuestros semejantes. ¿Qué misericordia seremos capaces de pedir a Dios el día del juicio, si nosotros mismos nunca ofrecimos esta misericordia a los demás? Por ello, la venganza, la ira y el rencor son cosas de pecadores. No caben en un hombre creyente. La postura sabia, por el contrario, consiste en refrenar la ira, observar los mandamientos y recordar la alianza del Señor. La idea de fondo es profunda: aquel que no perdona las ofensas recibidas, no recibirá la remisión de sus pecados. En el evangelio el tema se propone nuevamente en la parábola de los deudores insolventes. Jesús nos muestra que delante de Dios, no hay hombre justo que esté libre de débito. Más aún, expresa con vigor y firmeza que no hay quien pueda solventar la deuda contraída por los propios pecados. Si Dios, en su infinita misericordia, ha tenido compasión de nuestras miserias, ¿no debemos hacer nosotros lo mismo en relación con nuestros semejantes? (Evangelio). La carta a los romanos, por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos. Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco en jueces de nuestros hermanos (2 lectura).
Temas...
Perdona nuestras ofensas. Pocas parábolas hay en el evangelio con una fuerza tan impresionante como la de hoy: no se le puede poner la menor objeción. Y ninguna como ésta pone ante nuestros ojos de una manera más rápida las auténticas dimensiones de nuestra falta de amor, de la culpabilidad de nuestro desamor: continuamente exigimos a nuestros semejantes que nos paguen lo que en nuestra opinión nos deben, sin pensar ni por un instante en la formidable culpa que Dios nos ha perdonado a nosotros totalmente. Con frecuencia rezamos distraídos las palabras del «Padrenuestro»: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros...», sin pararnos a pensar cuán poco renunciamos a nuestra justicia terrestre, aunque Dios ha renunciado a la justicia celeste por nosotros. La lectura de la Antigua Alianza sabe ya exactamente todo esto, hasta el más pequeño detalle: «No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?». Para el sabio veterotestamentario esto es ya una imposibilidad que salta a la vista. Y para demostrarlo remite no solamente a un sentimiento humano general, sino también a la alianza de Dios, que era una oferta de gracia a la vez que una remisión de la culpa para el pueblo de Israel: «Recuerda la alianza del Señor y perdona el error».
Libre para perdonar. La segunda lectura profundiza esta fundamentación cristológicamente. Nosotros, que juzgamos sobre lo que es justo e injusto, no nos pertenecemos en absoluto a nosotros mismos. En toda nuestra existencia somos ya deudores de la bondad misericordiosa del que nos ha perdonado y ha llevado por nosotros ya desde siempre nuestra culpa. Cuando se dice: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo», se quieren decir dos cosas: nadie debe su existencia a sí mismo, sino que cada uno de nosotros como existente se debe a Dios; pero se dice aún más: se debe más profundamente al que ha pagado ya por su culpa y del que sigue siendo deudor en lo más profundo. Esto no significa en modo alguno que él sería siervo o esclavo de un amigo, al contrario: el rey deja marchar en libertad al empleado al que ha perdonado la deuda. Si nosotros nos debemos enteramente a Cristo, entonces nos debemos al amor divino que llegó por nosotros «hasta el extremo» (Jn 13,1); y deberse al amor significa poder y deber amar. Y esto es precisamente la suprema libertad para el hombre.
Juzgarle y condenarse a si mismo. «El furor y la cólera son odiosos: el pecador los posee», dice Jesús Ben Sirá. El evangelio, sin embargo, habla de la cólera del rey, que mete en la cárcel al «siervo malvado», es decir, le entrega a la justicia que él reclama para sí mismo. Pero entonces ¿qué es la cólera de Dios? Es el efecto que el hombre que actúa sin amor produce en el amor infinito de Dios. O lo que es lo mismo: el efecto que el amor de Dios produce en el hombre que obra sin amor. El hombre sin amor, el que no practica el amor, el que no deja entrar en él la misericordia divina porque entiende de un modo puramente egoísta la remisión de la falta, se condena claramente a sí mismo. El amor de Dios no condena, el juicio, dice Juan, consiste en que el hombre no acepta el amor de Dios (Jn 3,18- 20; 12,47-48). Santiago resume muy bien todo esto en pocas palabras: «El juicio será sin corazón para el que no tuvo corazón: el buen corazón se ríe del juicio» (St 2,13). Y el propio Señor también: «La medida que usen la usarán con ustedes» (Lc 6,38).
Sugerencias...
Aprender a perdonar, perdonando. San Juan Pablo II nos dice: "En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»" (Lc 23, 34). (Mensaje mundial de la paz 1 de enero de 2002) Se trata pues de una decisión personal que debemos cultivar en nuestra vida doméstica primeramente. En efecto, en el ámbito restringido de la familia, donde los contactos humanos son más frecuentes y más intensos, es donde especialmente debemos perdonar las ofensas recibidas. Que no se ponga el sol sobre un hogar cristiano, sin que una palabra de perdón venga a suavizar y a borrar los malentendidos y los malos momentos de alguno de los miembros. Perdón entre los esposos. Perdón entre padres e hijos. Perdón entre hermanos. ¡Qué hermoso y qué bello es vivir los hermanos en la unidad!, recita el salmo 133. Esto exige dos actitudes: saber pedir perdón cuando se ofende a alguien, especialmente a alguien querido; y saber ofrecer perdón, sin humillar, a quien se arrepiente y lo solicita.
El perdón puede y debe aplicarse también en el ámbito social y profesional. Debe aplicarse en las relaciones sociales, en los grupos de amigos y en el círculo familiar ampliado. ¡Cuántas penas se podrían evitar si el perdón fuera un hábito en nuestro comportamiento! El perdón tiene también unas razones humanas: cuando uno comete el mal, desea que los otros sean indulgentes con él. Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso. (Cf. San Juan Pablo II, Mensaje por la paz 2002)
Quienes mejor nos hablan del perdón son los mártires. Ellos sufren a manos de sus verdugos, sin embargo, no permiten que la más mínima apariencia de rencor se anide en su alma. Así, san Esteban pide a Dios que perdone el pecado de aquellos que lo están apedreando. Miles de sacerdotes internados en Dachau, en Vietnam, en Tirana, en Lituania etc.… dieron sus vidas por la conversión de sus verdugos. Esto es vida cristiana, vocación cristiana. El perdón en el mártir autentifica su amor.
PADRE BETO

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...