martes, 12 de febrero de 2019

HOMILIA Domingo Sexto del TIEMPO ORDINARIO cC (17 de febrero de 2019)

Domingo Sexto del TIEMPO ORDINARIO cC (17 de febrero de 2019) Primera: Jeremías 17, 5-8; Salmo: Sal 1, 1-4.6; Segunda: 1 Corintios 15, 12.16-20; Evangelio: Lucas 6, 12-13.17.20-26 Nexo entre las LECTURAS… La Liturgia, hoy, nos invita a poner toda nuestra confianza en Dios (Salmo). Jeremías, con un oráculo de carácter sapiencial anuncia esto mismo: Sólo en Dios hay fuerza y garantía de conseguir el fruto y el resultado adecuado para los hombres. San Pablo llega a afirmar contra toda certeza humana que por la gracia de Dios vamos a resucitar… y a confiar, eh… pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. En las manos de Dios -confiando en Él-, Jesús nos presenta las bienaventuranzas que son como ‘congratulaciones’ de Jesús que tenemos que interpretarlas dirigiendo la mirada en tres direcciones: al presente: situación en que nos encontramos los oyentes de ahora; al pasado: quién las proclama y quién sale garante de su eficacia y que sucedía mientras lo oían; al futuro: sólo las pueden vivir los que son movidos por una gran esperanza que se recibe como don gratuito de Dios. Temas... «Dichosos los pobres». En el evangelio de hoy aparecen cuatro bienaventuranzas (bendiciones) y cuatro maldiciones. ¿Qué significa «dichoso»? Ciertamente no «feliz» en el sentido que le da a esta palabra la cultura relativista. No se trata de una invitación a que cada cual marche por su camino con tranquilidad y buen humor. No significa realmente nada que pertenezca al hombre, o que el hombre sienta y experimente, sino algo en Dios que concierne al hombre redimido. Jesús hablará en este contexto de «recompensa», aunque esto a su vez no es más que una imagen; se trata del valor que el hombre tiene para Dios y en Dios. Es algo en Dios que se manifestará al hombre a su debido tiempo, mientras tanto el hombre se sigue entregando a Dios. Y análogamente para las maldiciones. Los pobres a los que pertenece el reino de Dios, es decir, los pobres de Yahvé, como los llamaba la Antigua Alianza, muestran que a su pobreza corresponde una posesión en Dios: Dios los posee, y por eso mismo ellos poseen a Dios. Lo mismo puede decirse de los que tienen hambre y de los que lloran, y también de los que son odiados por causa de Cristo: éstos son amados por el Padre en Cristo, que también fue odiado y perseguido por los hombres por causa del Padre. Si los pobres han de ser considerados como pobres en Dios, entonces también los ricos han de ser considerados como ricos sin Dios, ricos para sí mismos, saciados y sonrientes, alabados por los hombres; éstos no tienen porque no quieren un tesoro en el cielo, y por eso todo cuanto poseen no es más que apariencia pasajera. Los Salmos repiten esto continuamente igual que las parábolas de Jesús (del rico ‘epulón’ y del pobre Lázaro, del labrador avariento) también. Los pobres son en último término realmente pobres, aquellos que no poseen nada, y no son ricos a escondidas que acumulan un capital en el cielo. Dios no es un banco; el abandono en manos de Dios no es una compañía de seguros. Es en el propio abandono, en la entrega confiada donde se encuentra la dicha. «El hombre bendito es el que pone su confianza en el Señor». La Antigua Alianza conoce ya todo esto suficientemente, como lo demuestra la primera lectura. El hombre bendito es el que pone su confianza en el Señor, el que extiende sus raíces hacia la «corriente/agua» de Dios o, como dice Agustín, tiene sus raíces en el cielo y desde allí crece hacia la tierra. Este simple abandono confiado en manos del Señor le basta para ser «dichoso» (bienaventurado) en el sentido de Jesús, es decir para cualquier adversidad terrestre que se le pueda presentar, por amarga que sea, no tener que inquietarse por la sequía. A este hombre se contrapone el hombre que «confía en el hombre», en lo humano y lo terreno, y que por eso «aparta su corazón del Señor»: aquí tenemos el comentario de lo que significa la maldición de Jesús a los ricos y ‘epulones’. La sencilla antítesis del profeta, repetida en el salmo responsorial, divide a los hombres, prescindiendo de todas las sutilezas psicológicas, en dos campos: o viven por Dios y para Dios, o bien pretenden vivir para sí mismos y por sí mismos que hasta desean que Dios haga lo que a ellos les parece. También en el juicio de Jesús sólo hay dos clases de hombres: las ovejas y las cabras (Mateo 25). «Los que creen en la resurrección de Cristo y con Él en la nuestra…». La segunda lectura divide también a los hombres en dos categorías: los que creen en la resurrección de Cristo y en la nuestra, y los que la niegan. Si Cristo no ha resucitado, entonces "la fe no tiene sentido", los muertos «se han perdido» y «somos los hombres más desgraciados» del mundo; los que no creen en ella ponen su confianza en bienes terrenos reales a los sentidos… y no en un Dios “del más allá” que, afirman que, no existe. Su vida está, de alguna manera, llena… llena de relaciones humanas gratificantes, de placeres de todo tipo, de autosatisfacción. Mientras que la fe en la resurrección es jugárselo todo a una carta, una apuesta total en la que el apostante finalmente pierde según la lógica del mundo y gana según el anuncio de nuestro Señor. Todos los textos de la celebración de hoy exigen de nosotros una decisión última, definitiva: ¿nos bastamos a nosotros mismos o nos debemos permanentemente a nuestro Creador y Redentor? No existe una tercera vía, no hay solución intermedia. Sugerencias... La humildad de corazón, labrada no sin esfuerzo por parte de cada uno, y con el auxilio imprescindible de la gracia de Dios, forma los cimientos sobre los que se levanta y se construye el Cristo en nosotros. Los autores espirituales clásicos dedicaron muchísimas páginas a combatir la soberbia y a alimentar el deseo de la sencillez y de la humildad en los cristianos. De eso hace mucho, y seguro que los tiempos nos reclaman una nueva insistencia aquí. Renovarse uno mismo en la humildad es el mejor servicio que podemos hacernos, es abrir la puerta principal al Espíritu, ese Espíritu que huye de lo "sabios" y es amigo de los pobres y sencillos de corazón, de los que aman rectitud y aborrecen la tortuosidad y el engaño sistemático e interesado… un pequeño examen para conocernos en esto es preguntarnos, por ejemplo, si seguimos leyendo el Catecismo, si seguimos profundizando, en el conocimiento y en la práctica, las obras de Misericordia. Hasta parece que el Jubileo de la Misericordia “ya fue”… "Excava en ti el cimiento de la humildad, y así llegarás a la altura de caridad", dice san Agustín. Y para que comprendamos más exactamente qué quiere decir, el santo obispo de Hipona afirma al hablar de la humildad: "No se te dice que seas menos de lo que eres; lo que se te dice es que conozcas lo que eres". He aquí nuestra oración de hoy. Que el Señor nos conceda conocer lo que somos, para que, con un corazón sediento de humildad, Dios sea para nosotros la fuente de agua viva donde saciar nuestra sed de caridad. Nuestra Señora de las bienaventuranzas, ruega por nosotros MEDITACIÓN… EI cristiano no funda su esperanza ni en sí mismo, ni en los otros hombres, ni en los bienes terrenos. Su esperanza se arraiga en Cristo muerto y resucitado por él. «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida -dice S. Pablo-, somos los hombres más desgraciados» (1 Cr 15, 19). Pero la esperanza cristiana va mucho más allá de los límites de la vida terrena y alcanza la eterna, y justamente a causa de Cristo que, resucitando, ha dado al hombre el derecho de ser un día partícipe de su resurrección. Con este espíritu se han de entender las bienaventuranzas proclamadas por el Señor, las cuales exceden cualquier perspectiva de seguridad y felicidad terrenas para anclar en lo eterno. Con sus bienaventuranzas Jesús ha trastocado la valoración de las cosas: éstas ya no se ven según el dolor o el placer inmediato y transitorio que encierran, sino según el gozo futuro y eterno. Sólo el que cree en Cristo y confiando en Él vive en la esperanza del reino de Dios, puede comprender esta lógica simplicísima y esencial: «Dichosos los pobres... Dichosos los que ahora tenemos hambre... Dichosos los que ahora lloramos... Dichosos ustedes cuando los odien los hombres» (Lc 6, 20-22). Evidentemente no son la pobreza. el hambre, el dolor o la persecución en cuanto tales los que hacen dichoso al hombre, ni le dan derecho al Reino de Dios: sino la aceptación de estas privaciones y sufrimientos sostenida en la confianza en el Padre celestial (los mártires, los santos de la casa de al lado, dice el Papa). Cuanto el hombre carente de seguridad y felicidad terrenas se abra más a la confianza en Dios, tanto más hallará en Él su sostén y salvación. «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza» dice Jeremías (17, 7). Al contrario los ricos, los hartos, los que gozan, escuchan la amenaza de duros «¡ayes!» (Lc 6, 24-26), no tanto por el bienestar que poseen, cuanto por estar tan apegados a ello que ponen en tales cosas todo su corazón y su esperanza. El hombre satisfecho de las metas alcanzadas en esta tierra está amenazado del más grave de los peligros: naufragar en su autosuficiencia sin darse cuenta de su precariedad y sin sentir la necesidad urgente de ser salvado de ella. El reino de la tierra le basta hasta el punto de que el Reino de Dios no tiene para él sentido alguno. Por eso dice de él el profeta: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor» (Jr 17, 5). Las bienaventuranzas del Señor se ofrecen a todos, pero sólo los hombres desprendidos de sí mismos y de los bienes terrenos son capaces de conseguirlas.

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...