martes, 10 de octubre de 2017

HOMILIA PARA EL Domingo vigesimoctavo del TIEMPO ORDINARIO cA (15 de octubre de 2017)

Domingo vigesimoctavo del TIEMPO ORDINARIO cA (15 de octubre de 2017)
Primera: Isaías 25, 6-10a; Salmo: Sal 22, 1-6; Segunda: Flp 4, 12-14. 19-20; Evangelio: Mateo 22, 1-10
Nexo entre las LECTURAS
Predomina en la liturgia de hoy la “transformación” (el “cambio”). Cambio, en primer lugar, de una suerte desgraciada, en que vivía el pueblo de Israel, a una de felicidad y gozo, simbolizada en el festín sobre el monte Sión, en el que participarán todas las naciones (primera lectura). Cambio de las tareas diarias y rutinarias, con que se condimenta de modo habitual la existencia, a la condición excepcional de invitados del rey al banquete de bodas de su hijo (evangelio). Quien así está dispuesto a dejarse cambiar por la acción misma de Dios, puede decir como san Pablo: "Todo lo puedo en aquel que me da fuerza" (segunda lectura).
Temas...
El hombre, por condición natural, es un ser en devenir, en constante transformación. Sin dejar de ser él mismo, se transforma su cuerpo y su espíritu por medio del ambiente en que se transcurre la existencia, de la educación que recibe, sobre todo en la infancia y juventud, en la familia (recemos por el Sínodo de la Iglesia Católica sobre los Jóvenes), de las circunstancias vitales que le rodean y dan un molde a su personalidad, de los acontecimientos históricos que inciden sobre su dinamismo espiritual. Pero no sólo es un sujeto pasivo, sometido a influencias externas, es también sujeto activo que con su acción y sus decisiones influye en las personas y en el ambiente que le rodea. Todo hombre, aunque el grado pueda variar, cambia y es cambiado, influye y es influido por las personas y las realidades de su alrededor. Lo importante es que todo vaya enderezado al bien, verdad, justicia y caridad del hombre y de la sociedad en comunión con Dios.
El cristiano también es un ser en devenir, en transformación permanente. Siendo idéntico en su fe a los orígenes del Evangelio y del cristianismo, se transforma al contacto con realidades nuevas que tendrá que leer a la luz del Evangelio, con culturas nuevas que implican la labor de injertar en ellas la fe cristiana, con situaciones y desafíos nuevos -pensemos en los mensajes del Papa que nos invita a mirar, de nuevo, con corazón universal-, que exigen una respuesta coherente con la fe y la moral cristianas. Esta transformación no es autónoma ni total, sino que tiene que ir al ritmo de Dios en la historia, y realizarse tanto cuanto el Espíritu Santo inspire a la Iglesia y a la propia conciencia. Es bien sabido que tanto la excesiva lentitud cuanto el aceleramiento imprudente en la acción transformadora termina mal y suelen hacer mucho daño a la comunidad de los creyentes.
Quien no acepta el juego entre la identidad y el cambio, entre la identidad y la adaptación, se anquilosa por excesiva inercia y falta de dinamismo en la fe, y termina sin entrar en el compromiso como balconeando la vida, nos decía el Papa en Brasil. Quienes rechazan el compromiso con el Evangelio de Jesucristo no entrarán en el banquete de bodas, eligen vivir al margen del plan de Dios en la historia.
Sugerencias...
El rey del evangelio es Dios Padre, que prepara un banquete para celebrar la boda de su Hijo. Esta comida es descrita en la primera lectura como un festín del tiempo mesiánico, porque a él están convidados no solamente Israel sino todos los pueblos. El velo del duelo que cubría a los paganos ha sido arrancado, han desaparecido todos los motivos de tristeza, incluso la muerte.
Preguntémonos primero qué tipo de comida prepara Dios Padre para su Hijo: un banquete de bodas; el Apocalipsis lo llama las bodas del Cordero (Ap 19,7; 21,9ss). El Cordero es el Hijo que, por su entrega perfecta, consuma no solamente como Esposo sino también en la Eucaristía su unión nupcial con la Iglesia-Esposa. El Padre es el anfitrión en la celebración eucarística: «Tengo preparado el banquete», y encarga a sus criados que digan a los invitados: «Vengan a la boda». En la plegaria eucarística, la Iglesia da las gracias al Padre por su don supremo y más precioso: el Hijo como pan y vino. Y el agradecimiento viene de la Iglesia, que precisamente mediante este banquete se convierte en Esposa. El Padre da lo más precioso, lo mejor que tiene, no tiene nada más; por eso el que menosprecia este don preciosísimo no puede ya esperar nada más: se juzga a sí mismo y se condena.
Formas de rechazar la invitación son el desprecio de la invitación a la boda y la participación indigna en ella. Mateo une estas dos formas de ser indigno del don supremo del Padre. a) La primera es la indiferencia: los invitados no se preocupan de la gracia que se les ofrece, tienen cosas más importantes que hacer, sus tareas terrestres son más urgentes. Pero Dios, que ha pactado una alianza de gracia con el hombre, no puede permitir semejante desprecio de su invitación. Al igual que Jeremías tuvo que anunciar en la Antigua Alianza el fin de Jerusalén, así también el evangelista predice aquí el fin definitivo de la ciudad santa: los romanos «prendieron fuego» a la ciudad. b) La segunda forma de indignidad es, contrariamente a la indiferencia de los invitados, la indiferencia totalmente distinta del hombre que entra en la fiesta, en la celebración eucarística, como si entrara en un bar. ¿Para qué molestarse en llevar traje de fiesta?: el rey debería estar contento de que yo venga, de que todavía participe, de que me tome la molestia de salir de mi banco para meterme en la boca el trocito de pan. A éste ciertamente se le pedirán cuentas: ¿No te das cuenta de que estás participando en la fiesta suprema del rey del mundo y comiendo el más exquisito de los manjares, un manjar que sólo Dios puede ofrecer? «El otro no abrió la boca». Quizá sólo después de su expulsión del banquete se dé cuenta de lo que ha despreciado con su grosería.
Dios nos da dones inmensos. Pero nos los da en el fondo para que aprendamos de Él a dar sin ser tacaños y calculadores. Pablo se alegra en la segunda lectura de que su comunidad lo haya comprendido. Se regocija no tanto por los dones que él ha recibido de ella cuanto porque la comunidad ha aprendido a dar. En este nuestro dar de todo aquello que nos ha sido regalado por el rey, se cumple plenamente el sentido de la Eucaristía. Ciertamente jamás podremos agradecer bastante a Dios los dones con que nos colma, pero la mejor forma de agradecérselo, la que a Él más le gusta y alegra, es que aprendamos algo de su espíritu de entrega: que lo comprendamos y que lo pongamos en práctica.

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