miércoles, 27 de mayo de 2020

HOMILIA Solemnidad de PENTECOSTÉS cA (31 de mayo 2020)

Solemnidad de PENTECOSTÉS cA (31 de mayo 2020) Primera: Hechos 2, 1-11; Salmo: Sal 103, 1ab. 24ac. 29b-31. 34; Segunda: 1 Corinto 12, 3b-7. 12-13; Evangelio: Juan 20, 19-23 Nexo entre las LECTURAS El Espíritu, presente y eficaz entre los Doce y la primera comunidad cristiana, anima la liturgia de la Palabra. En el Evangelio Jesús resucitado dice a los Doce: "Reciban el Espíritu Santo". En la primera lectura, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso irrumpe en el cenáculo y "todos quedaron llenos del Espíritu Santo". Pablo, en la segunda lectura, ante la tentación que acecha a los corintios de utilizar los carismas para crear divisiones, reafirma con fuerza: "Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo" y "A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos". Con el salmo 103 proclamamos a Dios admirable en las obras de la creación. Para nosotros, la creación se hace transparente, y vemos en ella la mano de Dios (Laudato Si). Especialmente, en el misterio de la vida. Una misma palabra, "ruah", designa en hebreo el viento, el aliento y el espíritu vital… Todo aliento de vida de la creación es una participación o reflejo del ruah de Dios. Si hay vida sobre la tierra es porque Dios no cesa de enviar su aliento. Por eso la vida es sagrada. El gesto de Jesús exhalando su aliento sobre los discípulos sugiere el sentido cristiano de este salmo: Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra. Temas... Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, que es la plenitud de la Pascua… En la resurrección de Jesús se manifiesta la nueva vida, Jesús resucita de entre los muertos y pasa a ser el ‘primogénito’ de esa nueva vida, su fuente y su principio, su fundamento y su raíz. Los que creen en Él y le siguen, los que se incorporan a su Persona y a su Vida, a su destino, participan de su muerte y de su resurrección. Es como un nuevo nacimiento, una regeneración, es volver a vivir desde otro principio. El bautismo es el símbolo sacramental de nuestra incorporación a Cristo. Pero la nueva vida que nos viene del Señor resucitado sólo puede mantenerse y crecer si participamos también del Espíritu de Cristo, del Espíritu Santo que descendió sobre su cabeza en las aguas del Jordán y que, una vez ascendido a los cielos, haría llover en lenguas de fuego sobre sus apóstoles. Pentecostés es la plenitud de la Pascua… de la Navidad… de la Encarnación (que hoy también sea una fiesta provida). Los que estaban muertos de miedo, se llenan de vida y de coraje al recibir el Espíritu Santo. Los que se habían encerrado por miedo a los judíos, salen a la calle y dan señales de vida, predican en las plazas y desde las azoteas, anuncian el evangelio a las multitudes y les dicen que no es el vino lo que les hace hablar sino el Espíritu. Este mismo Espíritu que abre la boca de los testigos es el que abre los oídos a los creyentes, vengan de donde vengan y cualquiera que sea su lengua. Porque es el Espíritu quien restablece la comunicación con Dios y, por tanto, también la comunicación entre los hombres. Espíritu de comunión: La Iglesia es todo el cuerpo de Cristo, pueblo, familia de Dios (y no la ‘corporación’ de los cristianos). Creemos que lo que da unidad a la Iglesia es el Espíritu Santo, o el Espíritu de Cristo, que ha sido derramado en nuestros corazones. No estamos llamados a la uniformidad. La unidad no está reñida ni mucho menos con la diversidad, sino que, al contrario, por la acción del Espíritu Santo la unidad es más bien la armonía de diversos. En efecto, hay pluralidad de dones, de servicios, de funciones y "en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común". Hay pluralidad de miembros, pero todos están animados por un mismo Espíritu. Por otra parte, el Espíritu acaba con las diferencias que nos separan y nos enfrentan a unos contra otros, creando entre todos una fraternidad y una solidaridad, una comunión de vida. Sumergidos en un mismo Espíritu, entusiasmados, embriagados con un mismo Espíritu. Con Él no puede haber diferencias entre judíos y griegos, esclavos y libres, ni entre nosotros. Todos somos hermanos y uno solo es el Señor, Jesucristo. "Como el Padre me ha enviado...": La Iglesia de Jesús no es una comunidad cerrada sobre sí misma y alejada del mundo. Porque es Iglesia para el mundo en el mundo sin ser de mundo. Si Jesús reúne a sus discípulos es para enviarlos al mundo, para que continúen en el mundo su misión: "Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo". Y por eso mismo, para que puedan cumplir la misión que les encomienda, les comunica su Espíritu: "Y dicho esto, sopló su aliento sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo". Su gesto nos recuerda lo que leemos en el Génesis, cuando Dios "insufló su aliento" en el rostro de Adán y "resultó el hombre un ser viviente". A partir de Cristo y en virtud del Espíritu de Cristo comienza una nueva creación, una nueva vida. La Iglesia es el sacramento y el instrumento al servicio de esta nueva vida, que es vida y salvación para el mundo. Sugerencias… «Se llenaron todos del Espíritu Santo». El Espíritu Santo es la Persona divina que tiene múltiples formas de manifestarse: como viento recio y fuego, tal y como lo presenta la primera lectura, en la que se narra el acontecimiento de Pentecostés; pero también de una forma enteramente suave, silenciosa e interior, como se lo describe en la segunda lectura, donde de lo que se trata es de dejarse guiar por su voz y su moción interior. Sea cual sea la forma en que se nos comunique, el Espíritu Santo es siempre el amor en el interior de la Santísima Trinidad y el intérprete de Cristo. Cristo nos lo envía para que comprendamos el significado de su persona, de su palabra, de su vida y de su pasión en su verdadera profundidad. La llegada del Espíritu como un viento recio nos muestra su libertad: «El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3,8). Y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido, como de un viento recio, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón. «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios». Con esto estamos ya en la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento impetuoso por el que debemos «dejarnos llevar» si queremos ser hijos de Dios; pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este «espíritu de esclavitud» Pablo lo llama «carne», es decir, una manera de entender, buscar y codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes, que nos fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en nosotros, nos damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo terreno en modo alguno es una fatalidad: «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente», sino que podemos ya, como hombres espirituales, ser dueños de nuestros sentidos (instintos). Pero esto no por un desprecio orgulloso de la carne, sino porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser hijos de Dios. Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de nosotros hombres orgullosos o arrogantes, sino que hace resonar en nosotros el grito del Hijo: «¡Abba! (Padre)». «El Espíritu Santo será quien os lo enseñe todo». El evangelio explica esta paradoja: el Espíritu se nos envía para introducirnos en la verdad completa de Cristo, que nos revela al Padre. Es el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, y nos introduce en este amor. Al comunicarse a nosotros, nos comunica el amor trinitario, y para nosotros criaturas el acceso a este amor es el Hijo como revelador del Padre. De este modo el Espíritu acrecienta en nosotros el recuerdo y profundiza la inteligencia de todo lo que Jesús nos ha comunicado de Dios mediante su vida y su enseñanza. SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO. Quien advierta el rocío, desee llegar hasta la fuente. Sermón 378 Grata es para Dios esta solemnidad en que la piedad recobra vigor y el amor ardor, como efecto de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el Apóstol al decir: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom, 5,5). La llegada del Espíritu Santo significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles escuchamos que estaban reunidos en una sala ciento veinte personas a la espera de la promesa de Cristo. Se les había dicho que permaneciesen en la ciudad hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto. Pues yo -les dijo el Señor- os enviaré mi promesa. Él es fiel prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió en la tierra, lo envió después de ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos engañó en esta primera promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro? Todos los hombres, cuando hacen un negocio y difieren el pagar, la mayor parte de las veces reciben o dan unas arras, que dan fe de que luego llegará aquello a lo que anteceden como garantía. Cristo nos dio las arras del Espíritu Santo; Él, que no podía engañarnos, nos otorgó la plena seguridad cuando nos entregó esas arras, aunque cumpliría lo prometido, aun sin habérnoslas dejado. ¿Qué prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos. Es más apropiado hablar de arras que de prenda. Estas dos cosas parecen idénticas, pero entre ellas hay diferencia no despreciable. Si se dan las arras o una prenda es con vistas a cumplir lo prometido; más cuando se da una prenda, el hombre devuelve lo que se le dio; en cambio, cuando se dan las arras, no se las recupera, sino que se les añade lo necesario hasta llegar a lo convenido. Tenemos, pues, las arras; tengamos sed de la fuente misma de donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo en nuestros corazones, para que, si alguien advierte este rocío, desee llegar hasta la fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello desea la patria y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra patria no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. Sucede a veces que los hombres se hacen ricos en el tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían necesidad en su patria, se hacen ricos en el destierro y no quieren regresar. Nosotros hemos nacido como peregrinos lejos de nuestro Señor que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria está en el cielo, donde los ciudadanos son los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas invitándonos a regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos. Resulte despreciable el mundo y ámese al autor del mundo.

lunes, 11 de mayo de 2020

HOMILIA DOMINGO SEXTO DE PASCUA cA (17 de mayo 2020)

DOMINGO SEXTO DE PASCUA cA (17 de mayo 2020) Primera: Hechos 8, 5-8; Salmo: 65, 1-3a.4-7a.16.20; Segunda: 1Pedro 3, 15-18 o bien 4, 13-16; Evangelio: Juan 14, 15-21 o bien 17, 1-11a Nexo entre las LECTURAS Este sexto Domingo del tiempo pascual prepara y en cierto modo anticipa la fiesta de Pentecostés. La liturgia nos presenta a Jesús prometiendo el Espíritu, ese mismo Espíritu que le devolvió a la vida, y que en nombre de Jesús los apóstoles comunican a los samaritanos bautizados. "Yo rogaré al Padre para que les envíe otro Paráclito, para que esté siempre con ustedes", promete Jesús en el evangelio. San Pedro en su primera carta dice: "Cristo en cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu" (segunda lectura). Y san Lucas en los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro y a Juan "orando por los bautizados de Samaria, para que recibieran el Espíritu Santo" (primera lectura). Temas... (Juan 14, 15-21) En la historia de la salvación hay una sucesión armoniosa en la actuación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en beneficio siempre de la salvación del hombre. El Padre es el origen y fuente de toda iniciativa salvífica. En su amor envía a su Hijo para redimir al hombre y devolverle su condición filial. Una vez que el Hijo realizó su misión en la tierra, es enviado el Espíritu (otro Paráclito) para que acompañe al hombre en su peregrinar por este mundo hacia el Cielo. La liturgia de hoy nos presenta la promesa, hecha por Jesús a los discípulos, de enviarles el Espíritu Santo, para que esté siempre con ellos. ¿Para qué Jesucristo les hace esta promesa? Para que los discípulos no se sintieran huérfanos, ya que Jesús estaba por ir a la muerte y regresar a la casa del Padre. Jesús les dice: "No los dejaré huérfanos, volveré a estar con ustedes" (evangelio), pero no físicamente como lo conocieron en la historia sino mediante su Espíritu. El Espíritu Santo, que Jesús promete, es ante todo el (otro) Paráclito, es decir, consolador, abogado, animador e iluminador en el proceso interno de la fe, como lo fue Él (primer Paráclito). Los discípulos y primeros cristianos experimentarán en Pentecostés, de una manera especial, esta presencia poderosa e iluminante del Espíritu. Es también el Espíritu de la verdad, de la revelación de Dios al hombre, con la que Dios ilumina toda la existencia humana y le da su verdadero significado y razón de ser. Esta verdad será plenamente acogida por los discípulos, proclamada, confesada, y también defendida ante la 'mentira' del mundo, ante los ataques de la falsedad de la mente y del corazón humanos. Es además el Espíritu que da la vida, que devuelve a la vida a Jesús (segunda lectura) y vivifica a los cristianos que creen en el Evangelio, como los habitantes de Samaria (primera lectura); el Espíritu da la vida de Dios, esa vida que, como la zarza ardiente vista por Moisés a los pies del Sinaí, no se consume ni se apaga jamás. El Espíritu es, finalmente, el impulsor de la evangelización tanto de los judíos como de los samaritanos y paganos. Por eso, los comentaristas de los Hechos de los Apóstoles suelen hablar de tres "Pentecostés": el de los judíos en Jerusalén (Hch 2), el de los samaritanos en Samaria (Hch 8) y el de los paganos en Cesarea marítima (Hch 10). Con la recepción del Espíritu Santo se pone en movimiento la evangelización, la proclamación del Evangelio y la agregación de otros muchos hombres a la comunidad de los creyentes en Cristo. De este modo, el Espíritu hará realidad las palabras de Jesús: "El que me ama será amado por mi Padre; también yo lo amaré y me manifestaré a él". Los santos saben y experimentan que Dios cumple sus promesas. Para los primeros cristianos, ésta fue una verdad indiscutible, objeto de experiencia. Bien, las promesas de Dios se siguen cumpliendo también hoy entre los hombres. Claro que hemos de ser muy conscientes de que Dios no nos promete una 'felicidad a la carta', como a veces quisiéramos los hombres; ni un 'mundo' o una 'Iglesia' sin problemas o libres de toda incoherencia; ni unos hermanos cristianos intachables, impecables, siempre con la bondad y la sonrisa en el rostro; tampoco nos promete liberarnos de la calumnia, la persecución, la indiferencia, los malos tratos, o incluso el martirio. Nos promete ‘únicamente’ el Espíritu, Su Espíritu, y con Él nos da la capacidad para ser felices de un modo nuevo, ajeno a la mentalidad del mundo; nos da la mirada limpia para ver al mundo y a la Iglesia con fe, con optimismo, con paz, con amor; nos da un corazón generoso para abrirnos y acoger a nuestros hermanos en la fe tal como son, con sus debilidades y miserias, con sus cualidades y virtudes, con su fe, su amor y su esperanza auténticos; nos da la gracia de buscar la verdadera liberación, que es primeramente interior y espiritual, y que desde dentro trabaja por conseguir toda otra liberación de los males de este mundo. Temas... (Juan 17, 1-11a) Jesús implora el Espíritu. El evangelio (opcional) de hoy contiene el comienzo de la gran plegaria de Jesús al despedirse de este mundo y podemos comprenderlo, en el sentido de los días previos a Pentecostés, como una oración de Jesús al Padre para pedirle que envíe al Espíritu. Jesús pronuncia esta oración en el momento de pasar de este mundo al Padre: «Yo ya no voy a estar en el mundo, voy a ti» (v. 11). Ya le había sido dado «el poder sobre toda carne», pero sólo podía revelar a unos pocos el nombre del Padre y con él la vida eterna. Jesús tiene que rezar por ellos, ahora que se va; y lo hace para que comprendan realmente lo que significa ser uno en Él como Él es uno con el Padre. Comprender eso sólo será posible mediante el envío del Espíritu, y este envío sólo será posible a su vez cuando Jesús haya «coronado su obra» y transmitido el Espíritu Santo a su Iglesia. Seguramente Jesús pronunció esta oración antes de su pasión, pero la oración conserva su eterna validez, dado que Él es en todo tiempo «nuestro defensor ante el Padre» (1 Jn 2,1), precisamente también en lo que se refiere al Espíritu Santo que ha prometido enviar a los suyos de parte de su Padre (Jn 15, 26). La Iglesia reza para implorar el Espíritu. La Iglesia hace (en la primera lectura) lo que Jesús le ha mandado: como discípulos de Jesús, junto con María, algunas mujeres y los hermanos de Jesús, los apóstoles «se dedican a la oración en común» para implorar el Espíritu prometido. No tenemos ningún derecho a menospreciar esta orden expresa del Señor, oremos implorando el Espíritu Santo. Este, como Espíritu Santo que es, sólo puede entrar en los que son «pobres en el espíritu» (Mt 5,3), es decir: en aquellos que tienen su propio espíritu vacío y limpio o lo vacían para hacer sitio al Espíritu de Dios. La oración de la comunidad reunida implora esta pobreza (con ocasión de la cuarentena esta pobreza se nos nota más y nos hace bien) para tener sitio para la riqueza del Espíritu. No deja de ser maravilloso que María, el receptáculo perfectamente pobre del Espíritu Santo, se encuentre entre los que rezan para completar con su oración perfecta toda oración raquítica e imperfecta. Por medio de ella la invocación del don del cielo se torna perfecta y es oída infaliblemente. La Iglesia que ama es la que mejor reza. La carta de Pedro (segunda lectura) añade una nota más. Repite una de las bienaventuranzas del Señor: «Si los ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos ustedes»; y añade inmediatamente: «porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre ustedes». Es que el padecimiento de la humillación por amor a Cristo es ya, en sí, una oración para implorar el Espíritu, una oración que es escuchada al instante. Sí, es una oración que quizá hace ya que no soportemos nuestros padecimientos en el abatimiento o en la rebelión o en la pandemia, sino en el Espíritu de Dios. Esto, que visto con los ojos del mundo es una vergüenza, no debe ser percibido por el cristiano como algo de lo que hay que «avergonzarse»; el cristiano debe saber más bien que es precisamente, así como da gloria a Dios. Los Hechos de los Apóstoles lo confirmarán en muchos pasajes, así como las vidas de los múltiples santos que han existido a lo largo de la historia de la Iglesia. En efecto: es siempre la Iglesia perseguida y humillada la que puede rezar más eficazmente para implorar el Espíritu. Sugerencias... Puesto que Dios cumple sus promesas, nuestras comunidades han de ser comunidades gozosas y seguras en su fe (Papa Francisco, E. Gaudium). Sin querer cerrar los ojos al mal existente (cuarentena/pandemia y las mismas fake news), la promesa de Dios continúa actuándose y realizándose en medio de la comunidad. Si no la percibimos, ¿no será que nuestra fe es débil, y quizá enfermiza y que DEBEMOS pedir ayuda a Dios? Por otra parte, sin dejar a un lado las dudas y perplejidades de los cristianos en la concepción y vivencia de su fe, la presencia del Espíritu de la verdad debe confortar a la comunidad cristiana y proporcionarle una gran solidez en su fe. Nuestra fe no se apoya en los hombres, por más geniales que sean, ni en los ángeles, sino en el Espíritu mismo de Dios, que es Espíritu de Verdad, que es el Maestro Interior (otro Paráclito) que fortifica y garantiza la revelación de Dios y la respuesta de fe (martirial) a esa revelación. Temas... (otra) Cristo sigue presente. Nos quedan dos semanas ‘de Pascua’, hasta el Domingo 31 de mayo, en que la concluiremos con la solemnidad de Pentecostés. El Domingo próximo celebraremos lo que parece la "ausencia" del Señor, su Ascensión. Pero ¿es de veras una ausencia? Las lecturas de hoy nos han asegurado que Jesús sigue presente en medio de nosotros, aunque no le veamos (nosotros, los que vivimos prácticamente ya en el año 2020, pertenecemos a aquellos de los que Jesús habló a Tomás: los que creen sin haber visto). Jesús nos ha dicho en el evangelio que, a pesar de que "vuelve al Padre", sigue estando con nosotros: "no los dejaré huérfanos", "yo sigo viviendo", "Yo estoy con mi Padre, ustedes conmigo y yo con ustedes". Recordemos que las palabras de despedida el día de la Ascensión serán: "Yo estoy con ustedes todos los días". El Señor Resucitado nos está presente de muchas maneras: en la misma comunidad reunida en su nombre, en la Palabra que nos comunica, en sus sacramentos, y de modo particular en ese Pan y Vino (consagrados) que Él ha querido que fueran nuestro alimento para el camino. Y también en la persona del prójimo: "Lo que hicieren a uno de ellos, a mí me lo hacen". Si somos conscientes de esta presencia continuada del Señor Resucitado en nuestra vida, todo adquiere otro color y se nos llena de mayor confianza y optimismo la historia personal y comunitaria. ¡Vayamos con alegría a practicar las obras de misericordia! En tiempos de tormenta por el COVID-19 y las leyes de protección esto es aún mas urgente y necesario… El Espíritu, el don que nos hace el Resucitado. Empieza, de manera peculiar, a aparecer en las lecturas otro protagonista que llena de sentido nuestra vida y hace posible esa presencia del Señor Jesús: el Espíritu Santo que Él nos ha prometido y nos ha enviado. Oímos de Él en la primera lectura, que los creyentes de Samaria reciben el Espíritu por el ministerio del diácono Felipe y de los apóstoles, en lo que hoy llamamos, podemos decir, los sacramentos de la iniciación: el Bautismo y la Confirmación. De nuevo, en la segunda lectura, Pedro nos decía que Cristo, dándonos un ejemplo definitivo de entrega, bajó a la muerte, "pero volvió a la vida por el Espíritu". Y, por fin, Jesús, en la última cena, prometía a los suyos, como hemos leído en el evangelio, que nos enviaría su Espíritu como defensor y maestro de la verdad, un Espíritu que estará siempre con nosotros, que vivirá con nosotros y estará con nosotros. El Espíritu, alma de la Iglesia. El Espíritu es el que anima —también ahora— a la comunidad cristiana. Es como su alma, su motor interior. El misterio y la razón de ser de la Iglesia radican sobre todo en la presencia de Cristo y en la acción vivificadora de su Espíritu. Él es el que suscita y llena de su gracia a los ministros ordenados, signos de Cristo en y para la comunidad. En las lecturas de hoy aparecían diáconos predicando y bautizando, y los apóstoles comunicando más plenamente el don del Espíritu a los bautizados. Los ministros ordenados siguen también hoy, animando la comunidad, guiando su oración, presidiendo la celebración de sus sacramentos, evangelizando, atendiendo a los enfermos, construyendo fraternidad. Es una misión noble y difícil la que intentan cumplir: y es el Espíritu de Cristo Resucitado el que les da luz y fuerza para ello. Él es también el que anima a la comunidad entera, moviéndola interiormente, empujándola a la acción misionera y caritativa en medio de la sociedad, haciendo surgir en ella ideas e iniciativas de todo género, enriqueciéndola con sus dones de amor, de verdad, de alegría. Haciéndola una comunidad no conformista, sino trabajadora, testimonial, preocupada por la justicia y la promoción de todos. ¿No es obra del Espíritu el Concilio Vaticano II y todo lo que le ha seguido de renovación? ¿no es obra del Espíritu las obras de Misericordia que muchos cristianos están obrando en todo el mundo? Y ¿no es obra del Espíritu la paciencia fuerte de muchos cristianos laicos que padecen con fe y caridad el no poder acercarse a la Comunión Sacramental? Él es quien da eficacia a los sacramentos que celebramos: el Bautismo, en que renacemos del agua y del Espíritu; la Confirmación, que es el don del Espíritu por el ministerio del obispo de la diócesis; la Eucaristía, en que invocamos al Espíritu sobre el pan y el vino para que él los convierta en el Cuerpo y Sangre de Cristo; la Reconciliación penitencial, en que el Espíritu nos llena de su vida y su gracia... Él suscita la alegría del Matrimonio y de la consagración Sacerdotal. Él es quien da fuerza a cada cristiano, para que podamos ser fieles al estilo de vida evangélico que nos ha enseñado Cristo Jesús. Pedro nos invitaba en su carta a que tengamos ánimos, a que nos mantengamos firmes a nuestra identidad cristiana en medio de un mundo que posiblemente no nos ayuda a ello. Si ya en aquellos tiempos había contradicción entre los criterios evangélicos y los de la sociedad, igual ahora. Y nos proponía el mejor ejemplo: el mismo Cristo Jesús, que tuvo que sufrir persecución, hasta la muerte, pero fue resucitado por el Espíritu, y ahora vive triunfante junto a Dios. También ahora, el Espíritu nos quiere comunicar a cada uno de nosotros la Pascua, la vida nueva de Cristo, llena de energía, de alegría, de libertad, de creatividad ¿Será verdad que, al cabo de estas siete semanas de fiesta en torno al Resucitado, también nuestra vida de cada día será más pascual?

miércoles, 6 de mayo de 2020

HOMILIA DOMINGO QUINTO DE PASCUA cA (10 de mayo 2020)

DOMINGO QUINTO DE PASCUA cA (10 de mayo 2020) Primera: Hechos 6, 1-7; Salmo: 32, 1-2. 4-5. 18-19; Segunda: 1Pedro 2, 4-10; Evangelio: Juan 14, 1-12 Nexo entre las LECTURAS La liturgia de los últimos domingos de Pascua concentra nuestra atención sobre las enseñanzas de Jesús contenidas en el sermón de la Cena, testamento precioso dejado a sus discípulos antes de dirigirse a la Pasión. Hoy aparece en primer plano la gran declaración: «Yo soy el camino, la verdad y la Vida» (Jn 14, 6), que había sido provocada por la pregunta de Tomás, quien, no habiendo comprendido cuanto Jesús había dicho sobre su vuelta al Padre, le había preguntado: «Señor, no sabemos adónde vas: ¿cómo, pues, podemos saber el camino?» (ib 5). El apóstol pensaba en un camino material, pero Jesús le indica uno espiritual, tan excelente que se identifica con su persona: «Yo soy el camino»; y no sólo le muestra el camino, sino también el término -la verdad y la vida- a que conduce, que es también él mismo. Jesús es el camino que lleva al Padre: «Nadie viene al Padre sino por mí» (ib 6); es la verdad que lo revela: «El que me ha visto a mi ha visto al Padre» (ib 9); es la vida que comunica a los hombres la vida divina: «Como el Padre tiene la vida en sí mismo», así la tiene el Hijo y la da «a los que quiere» (Jn 5, 26. 21). El hombre puede ser salvado con una sola condición: seguir a Jesús, escuchar su palabra, dejarse invadir por su vida que le es dada por la gracia y el amor. De esta manera no sólo vive en comunión con Cristo, sino también con el Padre que no está lejos ni separado de Cristo, sino en Él mismo, pues Cristo es una sola cosa con el Padre y el Espíritu Santo. «Créanme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 11). Sobre esta fe en Cristo verdadero hombre y verdadero Dios, camino que conduce al Padre e igual en todo al Padre, se funda la vida del cristiano y la de toda la Iglesia. La primera y la segunda lectura nos presentan el desarrollo y la Vida de la Iglesia primitiva bajo el influjo de Jesús, «camino, verdad y vida». La lectura de los Hechos (6, 1-8) nos hacen asistir al rápido crecimiento de los creyentes como fruto de la predicación de los Apóstoles y de la elección de sus primeros colaboradores que, haciéndose cargo de las obras caritativas, dejaban a los primeros la libertad de dedicarse por entero «a la oración y al ministerio de la palabra» (ib 4). Se trataba del culto litúrgico -celebración de la Eucaristía y oración comunitaria, pero también ciertamente de la oración privada en la cual habían sido instruidos los Apóstoles con las enseñanzas y los ejemplos de Jesús. Del mismo modo que el Maestro pasaba largas horas en oración solitaria, también el apóstol reconoce la necesidad de adquirir nuevo vigor en la oración personal hecha en íntima unión con Cristo, pues sólo de esta manera será eficaz su ministerio y podrá llevar al mundo la palabra y el amor del Señor. Mientras la lectura de los Hechos nos habla de los Apóstoles y de sus colaboradores, la segunda lectura se ocupa del sacerdocio de los fieles, escribe San Pedro a los primeros cristianos: «Ustedes son linaje escogido, sacerdocio regio, gente santa» (1 P 2, 9). Nadie está excluido de este sacerdocio espiritual que se extiende a todos los bautizados asociándolos al sacerdocio de Cristo Jesús, único camino que conduce al Padre, es también el único Sacerdote que por propia virtud reconcilia a los hombres con Dios y le ofrece un culto digno de su majestad infinita; pero, «allegados a él», también los fieles son levantados a un «sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo» (ib 4-5). Jesús es la única fuente de vida en la Iglesia, la única fuente del sacerdocio ministerial y del de los fieles; no hay culto ni sacrificio digno de Dios si no va unido al de Cristo, lo mismo que no hay santidad ni fecundidad apostólica si no derivan de Él. El Salmo nos invita a fortalecer nuestro ánimo… ¡Dios está! y por eso lo alabamos. Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador (misericordia amorosa) de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a Dios en su progresivo reinado tiene futuro y no es una ilusión. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras cualidades humanas, de la cantidad numerosa que somos, de la cantidad de palabras que decimos o escribimos o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza... ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones que llamamos ‘desesperadas’: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor.», dichosos si nos sabemos edificados, en la Iglesia y en el mundo, por Dios y su amor misericordioso. Temas... La casa del Padre es el cielo. En él mora Jesucristo resucitado y nos tiene preparado un lugar a nosotros. Como enseña el catecismo: "Por su muerte y resurrección Jesucristo nos ha 'abierto' el cielo (1026). Desde el cielo nos invita a seguir sus pasos ("yo soy el Camino y la Verdad y la Vida"), porque nadie va a la casa del Padre sino por Cristo. La imagen de la casa, para describirnos el cielo, nos está hablando del cielo como un HOGAR, una familia, intimidad, amor, lugar en el que da gusto estar. El cielo es el encuentro definitivo y para siempre con nuestro Padre Dios, con nuestro Redentor Jesucristo, con nuestro Santificador el Espíritu Santo, con nuestra Madre, beatísima Virgen María; igualmente, es el encuentro con todos los hermanos redimidos por la sangre de Cristo, en un abrazo indescriptible de fraternidad y comunión. El cielo es la patria del amor inmortal, del amor que ha vencido el odio y la injusticia, del amor que une a todos en una participación inefable de la vida misma de Dios-Amor, del Amor que es creador y Redentor. El cielo es nuestra verdadera PATRIA, porque aquí en la tierra "no tenemos morada permanente". Aquí en la tierra, la casa del Padre es la Iglesia (y cada uno). Una casa que se construye con piedras vivas, una casa que nunca estará terminada, porque en cada generación se renueva y se restaura, una casa con las puertas abiertas a todos los que quieran entrar, una casa donde todos nos sentimos familia de Dios. El catecismo (756) nos dice que esta “construcción” recibe en la Escritura varios nombres: "casa de Dios (1Tim 3,15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2,19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21,3), y sobre todo, templo santo (1Pe 2,5). La Iglesia es una familia, y por tanto deben estar muy unidos todos los miembros entre sí, y por tanto debe haber una vocación de servicio de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres, y, por tanto, todos juntos debemos buscar, cada uno según sus posibilidades y tareas, el bien y la felicidad de la familia. Esta es la Iglesia, la “asamblea convocada” … Dios convoca a todos. Y cada uno edifica con la practica de las virtudes y de las obras de misericordia en el marco referencial de los mandamientos. Esta familia de Dios no está exenta de problemas: la primera lectura, muestra que los problemas (también esta pandemia/cuarentena) se pueden resolver, cuando hay disposición sincera en oír a Dios que nos dispone a todos en buena voluntad, colaboración, y búsqueda común -del modo más apropiado- para hallar la solución. Esto es lo que sucedió en la comunidad de Jerusalén, y por eso volvió a reinar la paz y la concordia entre los miembros de la familia. Éste debe ser también hoy el camino para afrontar las dificultades y dolores en/de la Iglesia, en cuanto familia de Dios: crecer aún más en la oración y en la práctica de las obras de misericordia… una comunidad que adora, ama y sirve, es una comunidad que crece como familia de Dios. Sugerencias... Jesús se va con el Padre, y, sin irse, volverá: Los evangelios comienzan ya a hacer referencia a los acontecimientos de la Ascensión y Pentecostés. Pero Jesús invita primero a sus discípulos a no perder la calma: «Crean en mí». Tengan la seguridad de que lo que hago es lo mejor para ustedes. Después habla con suma prudencia de su marcha: me voy a prepararles sitio y volveré para llevarlos conmigo, «a fin de que donde yo esté, estén también ustedes». Jesús se irá con el Padre. Los discípulos comprenden que eso está muy lejos y preguntan por el camino a seguir. La respuesta de Jesús es superabundante: el camino es Él mismo, no hay otro. Pero Jesús es aún más: Él es también la meta, porque el Padre, al que lleva el camino, está en Él, directamente visible para el que ve a Jesús como el que realmente es. El Señor se extraña de que uno de sus discípulos todavía no se haya dado cuenta de ello después de tanto tiempo de vida en común. En Él, que es la Palabra de Dios, Dios Padre habla al mundo; e incluso el Padre hace sus obras en Él: se alude aquí a los milagros de Jesús, que realmente deberían ayudar a todo hombre a creer que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Jesús volverá con una figura que no dará lugar a ningún malentendido: con la gloria del Padre resplandeciendo en Él. Pero en el entretanto no dejará «desamparados» a los suyos: habitará con el Padre íntimamente en ellos, de una manera que Él les revelará a ellos solos (Jn 14,23), y el Espíritu Santo de Dios les hará comprender «que yo estoy con el Padre, ustedes conmigo y yo con ustedes». Al final aparece una promesa casi incomprensible para la Iglesia: ella hará, si cree en Jesús, «las obras que yo hago, y aún mayores». Ciertamente no se trata de milagros más espectaculares; lo que Jesús quiere decir es que a la Iglesia le está reservada una presencia, buena y misericordiosa, en el mundo para hacer que la salvación llegue a todos en todas partes. La oración dominical, la oración del Señor, el Padrenuestro, nos señala la espiritualidad de hijos y hermanos que tenemos que madurar todos los días hasta el fin de los días. La casa espiritual. Tras la marcha de Jesús al Padre y el envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia, se construye (en la segunda lectura) el templo vivo de Dios en medio de la humanidad, y los que lo edifican como «piedras vivas» son al mismo tiempo los sacerdotes que ejercen su ministerio en él y que son designados incluso como «sacerdocio real», conviene volver a invitar a rezar por el aumento de las vocaciones sacerdotales y por la perseverancia fiel de los sacerdotes. Al igual que el templo de Jerusalén con sus sacrificios materiales era el centro del culto antiguo, así también este nuevo templo con sus «sacrificios espirituales» es el centro de la humanidad redimida; está construido sobre «la piedra viva escogida por Dios», Jesucristo, y por ello participa también de su destino, que es ser tanto “la piedra angular” colocada por Dios como la “piedra de tropezar”. La Iglesia no puede escapar a este doble destino de estar puesta como Luz de las Naciones y también “signo de contradicción”, la Iglesia participa del misterio que el anciano Simeón anunció de Cristo y de la Virgen María, está en el mundo “para que muchos caigan y se levanten” (Lc 2,34). Servicio espiritual y temporal. La primera lectura, en la que se narra la elección de los primeros diáconos para encargarlos de una tarea administrativa, temporal de la Iglesia, mientras que los apóstoles prefieren dedicarse «a la oración y al servicio de la palabra», muestra las dimensiones de la casa espiritual construida sobre Cristo. Del mismo modo que el Hijo era auténticamente hombre en contacto permanente de oración con el Padre y anunciando su palabra, pero al mismo tiempo había sido enviado a los hombres del mundo, a enfrentarse a sus miserias, enfermedades y problemas espirituales, así también se reparten en la Iglesia los diversos carismas y ministerios sin que por ello se pierda su unidad. Dicho con palabras del evangelio: Cristo va a reunirse con el Padre sin dejar de estar con los suyos en el mundo. Él sabe «que ellos se quedan en el mundo» (Jn 17,11) y no lo olvida en su oración; el Espíritu que les envía es Espíritu divino y a la vez Espíritu misional que dirige y anima la misión de la Iglesia. Nuestra Señora de la anunciación y de la misión, ruega por nosotros.

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...