lunes, 3 de agosto de 2020

HOMILÍA 6 de agosto. LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR. Fiesta. Ciclo A. (2020)

6 de agosto. LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR. Fiesta. Ciclo A. (2020) Primera: Daniel 7, 9-10. 13-14; Salmo: Sal 96, 1-2. 5-6. 9; Segunda: 2 Pedro 1, 16-19; Evangelio: Mateo 17, 1-9 Nexo entre las LECTURAS… Temas… El evangelio, que nos narra la escena de la Transfiguración, es el mismo que escuchamos el segundo Domingo de Cuaresma. Pero entonces no se nos presentaba como una conmemoración del hecho acontecido como un indicativo en el camino cuaresmal de la realidad futura a la que estamos llamados los que hacíamos un camino de conversión y penitencia. La fiesta de hoy nos conduce más directamente a la contemplación de Cristo, que se nos muestra con el esplendor de su gloria, y a la alabanza de aquel que, en esta visión, nos ha querido manifestar cuál es la esperanza de la realidad a la que estamos llamados aquellos que en Él creemos. Unidad de las Lecturas Quizás, más que en otras ocasiones, las lecturas de hoy presentan una unidad que va creciendo a medida que se van sucediendo los textos. Nos hallamos ante un primer texto profético en el que la Iglesia nos descubre la gloria que Cristo había de alcanzar; y hace esto por medio de las afirmaciones del salmo ("El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra"). El texto de la segunda Lectura es una "catequesis" que nos dispone admirablemente para escuchar y comprender el alcance del relato evangélico, culminación de la liturgia de la Palabra. Sería bueno empezar la homilía recordando el itinerario seguido por los textos que se han escuchado, antes de centrarse en el mismo texto evangélico. La escena de la Transfiguración: La escena evangélica es suficientemente conocida, pero conviene recordar sus detalles. Jesús se hace acompañar por los apóstoles elegidos para ser testigos de algunos de los acontecimientos más importantes de su vida. A su lado están Moisés y Elías: la Ley y los Profetas. También ellos recibieron en la montaña la Ley, signo de la Alianza de Dios con su pueblo, y la ratificación de la Alianza (cf. Éxodo 19-20 y 1 Reyes 19). La nube es signo de la presencia de Dios, del Dios que, por medio de su palabra, reconoce como Hijo suyo al Cristo gloriosamente transfigurado. Un comentario cierto del hecho, por un testigo: El texto de san Pedro es el mejor comentario -escuchado por todos los fieles de la transfiguración del Señor. Es cierto que hay otros muy buenos (uno de Atanasio Sinaíta y uno de san León Magno. Pero el texto del apóstol Pedro los supera a todos. Él empieza subrayando la realidad del hecho, y lo hace como testigo que ha "visto" y ha "oído". Con Juan y Santiago, él ha contemplado la grandeza de Jesucristo, nuestro Señor, y ha escuchado la voz del Padre, no sólo reconociendo en Jesús a su Hijo sino también dándole honor y gloria, esto es, reconociendo el triunfo que iba a alcanzar. En la transfiguración constata Pedro el cumplimiento de las profecías. Por eso nos exhorta a escuchar la voz de los profetas. Porque nos hablan de Cristo, nos conducen hasta la luz de Cristo, luz que ha de iluminar nuestros corazones. Fijémonos que escuchar a los profetas es el primer paso para escuchar al mismo Cristo. No hay contradicción sino una plena complementación entre lo que afirma Pedro (escuchar a los profetas) y lo que nos dice la voz del Padre (que escuchemos a su Hijo). No podemos ser nosotros "testigos oculares" de Cristo transfigurado. Esto sólo lo podemos hacer, mediante los ojos de la fe, gracias al testimonio apostólico. Lo que sí podemos hacer, como los apóstoles, es escuchar la voz de Cristo (como nos manda la Virgen), si queremos llegar a ser con él "coherederos de su gloria" (colecta). En esta misma línea hallamos "comentado" por la Iglesia el hecho de la transfiguración cuando afirma en el prefacio que este hecho "al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya". La fiesta de hoy confirma en nosotros esta esperanza. Una Consideración Litúrgica: El episodio evangélico de la transfiguración de Cristo nos invita también a fijarnos en un aspecto importante de toda la celebración litúrgica. Como los apóstoles, que reconocieron cuán bien estaban allí contemplando al Señor glorioso, pero que muy pronto tuvieron que bajar del monte y acompañar a Cristo hacia Jerusalén donde sufriría la pasión, también nosotros, al participar de la liturgia, gustamos por unos momentos cuán excelente y lindo y gozoso es estar unidos al Señor de la gloria y a los dones que son prenda de los bienes del cielo, pero muy pronto tendremos que volver al esfuerzo constante de la vida cristiana cotidiana, cuando nos dan la bendición… y nos dice… VAYAMOS EN PAZ a anunciar con palabras con obras las maravillas de la salvación. La liturgia nos permite vivir momentos de intensa comunión con las realidades más santas y, al mismo tiempo, nos ayuda a vivir "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo". Pedimos a Dios que al celebrar con fe y alegría la fiesta de la Transfiguración nos ayude a valorar la importancia de estos dos aspectos de la vida litúrgica. Sugerencias... La fiesta de la Transfiguración del Señor sugiere espontáneamente el tema de la luz, de la epifanía diurna, de la vida cristiana que se da y se abre despreocupada, con toda naturalidad ante los ojos de todos. No viendo en ella misma nada de que se tenga que avergonzar, tampoco tiene que disimular nada de la Palabra de Dios que la nutre. Se siente segura (la Iglesia) y firme con la firmeza de la verdad, por eso no teme mostrarse tal como es (débil y pecadora) y esplendorosa a la vista de los hombres. Sin necesidad de cubrirse con velo alguno, aparece ante aquellos que buscan la verdad. Hoy, sin la montaña del espectáculo, lo que se transfigura es la palabra de Dios ante los ojos del pueblo que ha tenido el coraje, la determinada determinación, de subir la cuesta de la conversión del Señor, y ha remontado las alturas de horizontes libres donde aletea el Espíritu de Dios con toda libertad. Estos, los que viven en el Espíritu, son hoy los invitados a la fiesta de la transfiguración, epifanía de la palabra de Dios. Los otros permanecen abajo, sin que sospechen siquiera lo que puede pasar sobre las cimas, en las alturas. Pablo los señala como "aquellos que corren hacia la perdición". Nosotros, en cambio, igualmente inexcusables por lo que toca a la severidad en nuestros juicios, y quién sabe si no hijos de una Iglesia más humana y acogedora, podemos contentarnos diciendo que los de abajo «se lo pierden». Pero realmente lo pensamos así porque disfrutamos del gozo de vivir en la libertad del espíritu, y la manifestación de la PALABRA ha hecho resplandecer en nuestros corazones «el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en Cristo». No obstante, no siempre es así, no siempre la proclamación de la palabra de Dios ablanda y libera a los espíritus. O ¿no es siempre la palabra la que se proclama? Después de todo, la transfiguración no se produce por deseo y querer de los espectadores. Además, podría muy bien ser que, aun creyendo encontrarnos arriba, en la cima de la montaña, estuviéramos todavía abajo, viviendo preocupados por nuestras cosas (terrenales), sin saber vivir al raso, sino buscando refugio, acudiendo a Jesús para que nos eche una mano. Es verdad, a veces causa extrañeza el hecho de que en el seno de la comunidad cristiana no estalle y no se sienta más a menudo el alegre clamor: «¡Señor, qué bien estamos aquí!» (Mt 17,4). Mas Temas… - La transfiguración de Jesús se sitúa evangélicamente en un momento crucial de su ministerio, a saber, después de la confesión mesiánica de Pedro en Cesárea de Filipo. Incomprendido por el pueblo y rechazado por las autoridades, Jesús se dedica en la segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos para confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos caras de la misión de Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de subida, que para los discípulos es entrega incomprensible a la muerte; la otra, gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria futura. - En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas (choza, acampada, Moisés y Elías); cristológicas (Hijo de Dios, entronización mesiánica) y epifánicas (montaña, transfiguración, nube, voz) que describen a Jesús como Kyrios, con un señorío eminentemente pascual. La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las Escrituras; la «tienda» es signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es relato de una teofanía o de una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que tiene cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de Dios, que simboliza el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que equivale a la misión en la sociedad. - La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión. Discípulos-misioneros de Jesús son quienes aceptan la llamada de una voz o la palabra de Dios decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña «encarnarse», es decir, aceptar con seriedad la vida misma, con ráfagas de «visión» y torbellinos de «pasión», con la esperanza de salir victoriosos del combate de la misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado. Jesús se hace prójimo de todos los hombres mediante la entrega de su propia vida. ¿Tenemos experiencia personal de Dios?

HOMILÍA Domingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020)

Domingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020) Primera: 1Reyes 19, 9.11-13a; Salmo: Sal 84, 9-14; Segunda: Romanos 9, 1-5; Evangelio: Mateo 14, 22-33 Nexo entre las LECTURAS Dios se revela a Elías en el suave susurro de la brisa sobre el monte Horeb (primera lectura); Jesucristo se revela a los discípulos como Hijo de Dios mediante su señorío sobre las aguas agitadas del mar y sus misteriosas palabras: "Yo soy, no tengan miedo" (Evangelio). Por su parte, Pablo es muy consciente de que Dios se ha revelado al pueblo de Israel: "Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas" (Rom 9,4). La respuesta de Elías es de temor sagrado ante la presencia del Señor: "Se cubrió el rostro con su manto" (1Re 19,13). La respuesta-actitud de Pedro es de duda y surge el: "Señor, sálvame" (Mt 14,31), mientras que la del conjunto de los discípulos es de fe: "Verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mt 14,33). Pablo sabe muy bien que el pueblo de Israel ha dado una respuesta desacertada y no ha sido fiel a la revelación divina, por eso le invade una gran tristeza y un continuo dolor del corazón (segunda lectura). Revelación de Dios, respuestas del hombre: tema central, nexo. Temas... 1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a Él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que Él está muy por encima de su pobre humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: Él es un ‘pobre hombre’ como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera. Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella muestran su divinidad más profundamente que sus milagros. Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple «Soy Yo» del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre». 2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó/percibió «un susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3). 3. No sin los hermanos. Pablo lamenta, en la segunda lectura, que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios. Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en Él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos esperaban de su Mesías. San Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de Él que también los débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos. Sugerencias... La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se revelé a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: «Sal -oye que le dicen, y aguarda al Señor en el monte». Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- «en el viento..., en el terremoto.… en el fuego no estaba el Señor». Todo ya en calma, «se escuchó un susurro»; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto, «se cubrió el rostro con el manto». Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo qué expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para mostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la Vida, se refugia en Él. En un contexto totalmente diferente, presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras Él, despedida la muchedumbre, y va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que «se fatigaban remando» (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos «andando sobre el agua», y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» (Mt 14, 27); y Pedro más osado dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua» (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustado por la violencia del viento, está ‘para’ hundirse e invoca: «¡Señor, Sálvame!» (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo. En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el Invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en Él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso los discípulos, y especialmente Pedro, tratan con Él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: «¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?». La poquedad de la fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las dificultades y por eso le pone a punto de naufragar. Pero donde la fe es viva, donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia, no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor se extenderá invisible para salvar la barca, la Iglesia, lo mismo que a cada fiel. La verdadera respuesta, la que hemos de buscar para nosotros mismos y para quienes entrarán en contacto con nosotros, es la respuesta completa, segura, responsable: LA OBEDIENCIA DE LA FE. Nuestra Señora del SI, ruega por nosotrosDomingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020) Primera: 1Reyes 19, 9.11-13a; Salmo: Sal 84, 9-14; Segunda: Romanos 9, 1-5; Evangelio: Mateo 14, 22-33 Nexo entre las LECTURAS Dios se revela a Elías en el suave susurro de la brisa sobre el monte Horeb (primera lectura); Jesucristo se revela a los discípulos como Hijo de Dios mediante su señorío sobre las aguas agitadas del mar y sus misteriosas palabras: "Yo soy, no tengan miedo" (Evangelio). Por su parte, Pablo es muy consciente de que Dios se ha revelado al pueblo de Israel: "Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas" (Rom 9,4). La respuesta de Elías es de temor sagrado ante la presencia del Señor: "Se cubrió el rostro con su manto" (1Re 19,13). La respuesta-actitud de Pedro es de duda y surge el: "Señor, sálvame" (Mt 14,31), mientras que la del conjunto de los discípulos es de fe: "Verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mt 14,33). Pablo sabe muy bien que el pueblo de Israel ha dado una respuesta desacertada y no ha sido fiel a la revelación divina, por eso le invade una gran tristeza y un continuo dolor del corazón (segunda lectura). Revelación de Dios, respuestas del hombre: tema central, nexo. Temas... 1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a Él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que Él está muy por encima de su pobre humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: Él es un ‘pobre hombre’ como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera. Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella muestran su divinidad más profundamente que sus milagros. Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple «Soy Yo» del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre». 2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó/percibió «un susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3). 3. No sin los hermanos. Pablo lamenta, en la segunda lectura, que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios. Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en Él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos esperaban de su Mesías. San Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de Él que también los débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos. Sugerencias... La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se revelé a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: «Sal -oye que le dicen, y aguarda al Señor en el monte». Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- «en el viento..., en el terremoto.… en el fuego no estaba el Señor». Todo ya en calma, «se escuchó un susurro»; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto, «se cubrió el rostro con el manto». Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo qué expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para mostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la Vida, se refugia en Él. En un contexto totalmente diferente, presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras Él, despedida la muchedumbre, y va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que «se fatigaban remando» (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos «andando sobre el agua», y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» (Mt 14, 27); y Pedro más osado dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua» (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustado por la violencia del viento, está ‘para’ hundirse e invoca: «¡Señor, Sálvame!» (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo. En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el Invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en Él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso los discípulos, y especialmente Pedro, tratan con Él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: «¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?». La poquedad de la fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las dificultades y por eso le pone a punto de naufragar. Pero donde la fe es viva, donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia, no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor se extenderá invisible para salvar la barca, la Iglesia, lo mismo que a cada fiel. La verdadera respuesta, la que hemos de buscar para nosotros mismos y para quienes entrarán en contacto con nosotros, es la respuesta completa, segura, responsable: LA OBEDIENCIA DE LA FE. Nuestra Señora del SI, ruega por nosotros

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...