lunes, 31 de mayo de 2021

HOMILIA Solemnidad del SANTÍSIMO CUERPO y SANGRE DEL SEÑOR cB (06 de junio 2021) AUTOR: de la IGLESIA PARA LA IGLESIA

Primera: Éxodo 24, 3-8; Salmo: Sal 115, 12-13. 15-16. 17-18; Segunda: Hebreos 9, 11-15; Evangelio: Marcos 14, 12-16.22-26 Nexo entre las LECTURAS La alianza -o pacto- es el centro de referencia de los textos litúrgicos. La alianza sellada con la sangre de Cristo es el corazón del culto y de la vida de la Iglesia: "Ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por muchos" (evangelio). Esta alianza está prefigurada en la que ahora se llama “antigua alianza” sellada con sangre de novillos: "Ésta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con ustedes, según las cláusulas ya dichas" (primera lectura). La alianza en la sangre de Cristo perpetúa la presencia de Dios entre nosotros y purifica a la humanidad de todos sus pecados "para poder dar culto al Dios vivo" (segunda lectura). Temas... La Iglesia Vive de la Eucaristía. El Jueves Santo del año 2003, san Juan Pablo II nos regaló un precioso texto sobre la Eucaristía, como alimento del Pueblo de Dios. Entresacamos algunas preciosas meditaciones… Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduo Pascual, pero éste está como incluido, anticipado, y "concentrado" para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa "contemporaneidad" entre aquel Triduo y el transcurrir de todos los siglos. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, "misterio de luz". Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: "Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron" (Lc 24, 31). La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices. ¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el Concilio de Trento? Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto la teología como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática para la continua renovación y crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en el amor a la Eucaristía. Misterio de la Fe. La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es DON DE Sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues "todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos...". Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y "se realiza la obra de nuestra redención". Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con ustedes, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, "derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria (Domingo pasado), se realiza efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: "En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes" (Jn 6, 53). No se trata de un alimento metafórico: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (Jn 6, 55). Sugerencias... «Esta es mi sangre, sangre de la alianza». Jesús envía a dos discípulos (en el evangelio) para que preparen la cena pascual, pero en realidad no tienen mucho que hacer porque el propio Jesús lo había previsto ya todo y les había dado las instrucciones oportunas. Del mismo modo nos encarga a nosotros una cierta preparación de la Eucaristía, pero todo lo esencial es configurado por él mismo: sólo él es el centro y el único contenido de lo que se celebra. En este centro la comunidad no tiene nada que «hacer»; este centro es para ella siempre algo completamente imprevisible y grandioso: que Jesús toma un pan ordinario y lo parte diciendo: «Tomen, esto es mi cuerpo». Y casi más incomprensible aún es lo otro: que tome el cáliz y lo dé a beber a sus discípulos con estas palabras: «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos». Dice esto cuando todavía está sentado a la mesa con ellos, con lo que anticipa ya el derramamiento de su sangre. Y como habla de la «sangre de la alianza», Jesús remite al origen de la alianza en el Sinaí, de la que se informa en la primera lectura, pero muestra también cómo esta Antigua Alianza queda ampliamente superada en una «Nueva Alianza» (1 Co 11,25); la segunda lectura indicará la distancia que existe entre aquel comienzo y esta plenitud. Pero ambas lecturas muestran que Jesús, mediante la institución de la Eucaristía, lleva a plenitud la obra de su Padre, y esto en el Espíritu Santo, pues él mismo se ofreció como sacrificio en la cruz «en virtud del Espíritu eterno» (Hb 9,14). Por eso la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor es una fiesta eminentemente trinitaria. «Tomó Moisés la sangre... diciendo: Esta es la sangre de la alianza». La alianza que Dios ofrece al pueblo en la primera lectura ha sido aceptada por éste unánimemente («a una»). Se ha convertido en una alianza recíproca. Para sellar ritual y oficialmente su seriedad, su indisolubilidad, se inmolan novillos cuya sangre es derramada por Moisés como mediador entre Dios y el pueblo: la mitad sobre el altar de Dios y la otra mitad, tras la lectura del documento de la alianza, sobre el pueblo. Las palabras explicativas: «Esta es la sangre de la alianza», recuerdan una relación de fidelidad similar a la que se establece cuando dos hombres concluyen entre sí una «fraternidad de sangre», pues cada uno da al otro lo más íntimo y vivo de sí mismo. Pero a esta fraternización del Sinaí le falta todavía un último elemento: la sangre que se derrama sobre el altar y sobre el pueblo es sangre de animal. La segunda lectura descartará este elemento extraño («la sangre de machos cabríos y de becerros») y lo sustituirá por la sangre de aquel que en su persona es tanto Dios como hombre. «El mediador de una alianza nueva». La Antigua Alianza, indisoluble en cuanto tal, se consuma cuando el mediador definitivo aparece ante el Padre «con su propia sangre», expía todas las infidelidades de los socios humanos del pacto y, porque «en virtud del Espíritu eterno» puede ofrecerse a Dios como sacrificio, «consigue la liberación eterna». Si Jesús nos ha legado este su eterno sacrificio no sólo para recibirlo, sino también para «hacerlo»: «Hagan esto en memoria mía» (1 Co 11,25), nosotros tendríamos que realizar este «hagan» con sumo respeto y fervor. Corazón eucarístico de María, ruega por nosotros. San José, ruega por nosotros.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Solemnidad de la SANTÍSIMA TRINIDAD cB (30 de mayo 2021) de la IGLESIA para la IGLESIA

Solemnidad de la SANTÍSIMA TRINIDAD cB (30 de mayo 2021) Primera: Deut 4, 32-34.39-40; Salmo: Sal 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22; Segunda: Romanos 8, 14-17; Evangelio: Mateo Mt 28, 16-20 Nexo entre las LECTURAS Es bien mostrado en las lecturas de esta liturgia que Dios es Dios-Amor e interviene con mano fuerte y brazo poderoso para sacar a su pueblo de Egipto, símbolo de servidumbre y opresión (primera lectura). Es Dios-Amor que regala a sus discípulos una misión maravillosa y les asegura su compañía a lo largo de los siglos (evangelio). Es Dios-Amor que hace a los hombres sus hijos adoptivos para que puedan clamar con Jesucristo: "abba", es decir, "Padre". Temas... La Gloria de la Trinidad en la Historia. Cosas del Papa san Juan Pablo II. Trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como Padre tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las viudas" (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador. Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado diálogo de Dios con respecto a sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: "Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas" (Os 11, 1. 3-4. 8). Junto a nosotros. Continuamos iluminados por el papa san Juan Pablo II. De los anteriores pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito, precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo (olas) de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). Para descubrir debajo del fluir de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir" ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19). El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de gracia" anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente cristiano y humano. Y cada año, estas fiestas, nos llaman a vivir en mística de Jubileo. Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando canta: "Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas..., vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511). Sugerencias... El libro del Deuteronomio presenta aquello que Israel consideraba su gran honor: tener un Dios cercano al pueblo. Un Dios que habló al pueblo y sobre todo un Dios que se comprometió personalmente en la acción histórica de librarlo de la esclavitud. Este es el contraste del Dios de Israel con el de los pueblos de su alrededor: Israel experimenta a Dios a través de su realidad histórica. Pero el honor de Israel también era más que preparación para lo que es el honor pleno, no de un pueblo solamente, sino de la humanidad entera: Dios no es ya solamente el Dios que se acerca, sino que es el Dios que se hace uno de los nuestros; Dios no libera ya al pueblo desde fuera, sino que libera a los hombres poniéndose junto a ellos; Dios no dice ya a los hombres qué es lo que tienen que hacer, sino que viene aquí a hacerlo para que lo veamos y lo sigamos haciendo como él hizo. Y Dios es esto, Dios no es solamente Dios-Padre que está en los Cielos (como allá, lejos), sino que es también Dios-Palabra que se nos revela. Y esta proximidad tiene aún un nuevo paso. Jesucristo, el Dios-Palabra, dice que "estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo" (evangelio). Pero no solamente como un recuerdo, sino como algo muy profundo que se nos ha metido en el interior de cada uno de nosotros. Su Espíritu ha entrado en nuestro interior y nos convierte en hijos como él, y nos hace herederos como él (segunda lectura): tenemos, también nosotros, aquel Espíritu que une a Jesús con el Padre, el Espíritu que no dejó que experimentara la corrupción del sepulcro. Y Dios es: Dios-Padre que está en los cielos, es Dios-Palabra que se nos revela, es Dios-Espíritu que continúa en nuestro interior la presencia de nuestro hermano Jesucristo y hace que, verdaderamente, Dios sea un Dios cercano. No dividido… sino un solo Dios y tres Personas divinas. "En nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" El evangelio de hoy contiene la invocación trinitaria que se nos ha hecho habitual. Y la contiene señalando la entrada de los hombres en la comunión de la fe, en el momento del bautismo. El bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" significa quedar situado en el interior de este misterio y que continúa en los hombres, en la Iglesia y en el mundo por medio del Espíritu. Por ello bueno será recordar HOY que el nombre de la Trinidad indica nuestro camino cristiano. Nos marca, sobre todo, su principio, en el bautismo. Lo marca también en las muchas ocasiones en que hacemos el gesto sencillo y lleno de sentido que es la señal de la cruz (podemos recordar y valorar aquí las ocasiones en que lo hacemos en la misa, al comenzar, en el evangelio, en la bendición... y también valorar el hacerlo en tantos otros momentos). Y lo indica, también y muy especialmente, la celebración de la Eucaristía, la plegaria eucarística. Podría ser interesante hoy contemplar mas detenidamente el sentido trinitario que la “plegaria eucarística” tiene, que nos indica también la misión de cada una de las tres personas en nuestra vida. La plegaria eucarística es una acción de gracias al Padre, que es el origen y el término de todo, la fuente y la plenitud de todo y de nuestra salvación. Es memorial de Jesucristo, el que vivió la vida de los hombres, siendo fiel a ella hasta la muerte, y resucitó, y está presente en medio de la asamblea. Y es invocación al Espíritu, que hacemos con las manos extendidas, como signo de su descenso sobre las ofrendas y sobre la Iglesia, porque es él quien hace que continúe entre nosotros la vida nueva de Jesucristo. Al pronunciarse sobre nosotros, en el bautismo y luego a lo largo de nuestra vida, la invocación trinitaria, se nos encomienda al mismo tiempo continuar su misión. Es lo que dice el evangelio: "Vayan...". Es lo que leíamos el pasado domingo: "Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo. Reciban el Espíritu Santo". Para continuar lo que dice la oración colecta de hoy: "Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación". Y nos los ha enviado para convertirnos también a nosotros en enviados que continuemos su obra. María, Estrella de la Evangelización y causa de nuestra alegría, ruega por nosotros. ...

lunes, 17 de mayo de 2021

HOMILIA Solemnidad de PENTECOSTÉS cB (23 de mayo 2021) AUTOR : DE LA IGLESIA PARA LA IGLESIA.

Solemnidad de PENTECOSTÉS cB (23 de mayo 2021) Primera: Hechos 2, 1-11; Salmo: Sal 103, 1ab. 24ac. 29b-31. 34; Segunda: 1 Corinto 12, 3b-7. 12-13, o bien Gálatas 5, 16-25; Evangelio: Juan 20, 19-23, o bien Juan 15, 26-27; 16, 12-15 Nexo entre las LECTURAS En la fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo inunda, con su presencia, todos los textos litúrgicos. El evangelio anuncia el Espíritu de Verdad, que iluminará y llevará a los discípulos a la verdad completa. En la primera lectura, lo que fue promesa se hace cumplimiento, y el Espíritu Santo viene con su poder sobre los apóstoles y otros discípulos de Jesús, reunidos con María en el Cenáculo. Cuando el Espíritu Santo entra y se apodera del corazón de un discípulo de Jesús, entonces toda su existencia cristiana y su comportamiento cambian y producen los frutos del Espíritu, que se sintetizan en el amor -caridad- dice san Pablo. Temas... Pentecostés –plenitud del Misterio Pascual– significa siempre para la Iglesia el “acontecimiento” que (1)abre una esperanza, (2)crea un compromiso e (3)infunde una energía nueva. Este año nos llega Pentecostés en un momento particularmente grave y decisivo: para la Iglesia Universal y, muy especialmente, para el Mundo, la Humanidad. Por eso los cristianos hemos esperado este año Pentecostés con más ansia y seguridad que nunca y con gran devoción rezamos la Novena en el Mes de María y en el Año de San José. Con el deseo de una docilidad profunda a la acción misteriosa del Espíritu. Sugiero presentar a modo de sencillas reflexiones de esperanza, cuál ha de ser la acción del Espíritu Santo en el momento actual de nuestra historia. Porque los laicos y muchos hombres y mujeres de buena voluntad nos dicen qué esperan de los sacerdotes y obispos. Y muchos sacerdotes dicen qué esperan de los Obispos. A los Obispos nos les queda, sino, decir qué esperan del Espíritu Santo… no sólo para ellos, sino para todo el Pueblo de Dios disperso por el mundo y muy herido por guerras, COVID, hambre, migraciones, populismos y capitalismos (capítulo I de F. Tutti y E. Gaudium). - Un poco más de coraje. “En el mundo tendrán mucho que sufrir; pero tengan coraje. Yo he vencido al mundo”. Antes, como ahora el momento es difícil. Se ahondan las tensiones, se multiplican las crisis. Pareciera que hasta la Iglesia se resquebrajara. Empezamos a sentir miedo, tristeza y angustia. Nos volvemos pesimistas. Es la misma sensación de los Apóstoles al vivir el misterio de la Cruz, antes de Pentecostés. Pero vino sobre ellos “la fuerza del Espíritu Santo” Cf. Hch 1,8 y los hizo audaces testigos del Señor resucitado. Nos hace falta a todos, en esta hora, la fortaleza sobrehumana del Espíritu para que el miedo no nos aplaste ni nos tumbe el desaliento. Para que sintamos, más fuertemente que nunca, la presencia actuante del Señor de la gloria: “Yo estaré siempre con ustedes” nos dijo Jesús glorificado. Para que las crisis no nos asusten, las tensiones no nos desequilibren y los riesgos no nos paralicen. Esperamos, entonces, del Espíritu Santo la fortaleza que nos asegura en la esperanza. - Un poco más de claridad. “El Espíritu de Verdad les hará conocer toda la verdad”. Hay demasiada confusión entre nosotros. La hay en el mundo entero, repasemos algún noticioso internacional. Confusión de ideas y principios. Confusión de métodos y acción. Confusión de políticas de gobiernos. Todos estamos buscando, sin ver todavía claro. Y todos buscamos con la misma fidelidad al Señor, con el mismo amor a la Iglesia, con el mismo deseo de interpretar bien el momento de los hombres. Cuando el Espíritu desciende sobre los Apóstoles, en Pentecostés, los “introduce en la Verdad completa”. Les descubre la interioridad del misterio de Jesús y el alcance de todas sus exigencias. Les hace entender, sobre todo, el sentido de la cruz. Hoy nos hace falta, más que nunca, el Espíritu de la Verdad que nos “enseñe todo”. El Espíritu de profecía que nos lleve a proclamar, en la lengua de los hombres las invariables “maravillas de Dios”. Que nos enseñe a leer en “los signos de los tiempos” el Plan adorable del Padre. Que nos ayude a interpretar profundamente al hombre desde la única perspectiva del Verbo Encarnado, Cristo Rey, Buen Pastor para que todos los pueblos tengamos vida en Él. Necesitamos el Espíritu que nos lleve a penetrar sabiamente (lo cual es “sabiduría”) en la “Verdad inmutable” para incorporar “profetas” –con todo lo que la profecía tiene de carisma, de compromiso y de riesgo– en el tiempo nuevo de los hombres. Que nos enseñe a hablar con audacia serena y a callar con sobrenatural prudencia. Esperamos, entonces, del Espíritu Santo, “la luz beatísima” que nos haga ver claro en un horizonte oscuro y nos lleve a hablar con precisión divina en un momento confuso. - Más capacidad de diálogo. Casi se ha vuelto un slogan hablar del diálogo. Los cristianos nos hemos comprometido a “institucionalizar el diálogo” y colaborar en una Iglesia Sinodal. El Papa nos pide la sinodalidad como manera de mostrarnos. No busquemos estrategias, Dios nos enseñará el camino. Porque dialogar no es fácil. Es fácil, sí, escribir páginas enteras y hacer interminables monólogos sobre cómo tiene que hacerse el diálogo. Lo verdaderamente difícil es el diálogo mismo. Apenas estamos aprendiendo. Dialogar no es simplemente escuchar (aunque lo hagamos con sinceridad y cariño) (Capítulo VI de F. Tutti). Dialogar es entrar, en cuanto sea posible, en el pensamiento y el corazón del otro. Es, en cierto sentido, asumir generosamente al otro. Para ello hace falta ser pobre, desprenderse y aprender a morir. Lo cual no es fácil, aunque lo queramos de veras. Sólo cuando el Espíritu hizo radicalmente pobre a María entró Ella en la Palabra que le fue anunciada y entró en Ella la Palabra que “plantó su tienda entre nosotros”. Este fue el verdadero y substancial diálogo que empezó la Alianza Nueva. Sólo cuando el Espíritu de Pentecostés despojó a los Apóstoles de su mentalidad carnal pudieron entrar ellos en la interioridad de Jesús (hablar con Él y escucharlo con un sentido espiritual y nuevo) y captar el lenguaje distinto de los hombres para entregarles luego la única “palabra de salvación”. Hoy hace falta que el Espíritu nos enseñe a dialogar. Mejor aún, que Él mismo dialogue en nosotros y desde nosotros. Para que el diálogo sea especie de recreación y enriquecimiento mutuo. Para que el diálogo no sea una sucesión, más o menos serena, de monólogos cerrados. Para que el diálogo no sea, sobre todo, una lamentable táctica de hacer que el otro piense y actúe como queremos nosotros. ¿No es cierto que, a veces, creemos que el Obispo dialoga porque simplemente nos llama o nos visita o nos escucha? Y otro tanto, ¿no pasa con los Párrocos? Y, ¿no es, también, cierto, que con más frecuencia creemos nosotros que dialogamos porque le hacemos aceptar a los demás lo que a nosotros nos parece? El diálogo es otra cosa. El Espíritu Santo –que hizo posible el diálogo, en Cristo, entre Dios y el hombre – es quien ha de crear en todos una capacidad bien honda de diálogo. Para ello deberá hacernos más pobres y desprendidos, más simples y generosos. Por eso esperamos, para nuestra Iglesia, al Espíritu “que habló por los Profetas” y que es el único que interpreta lo que hay en “lo profundo del hombre”. - Más capacidad de comunión. “Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz”. Cada vez descubrimos mejor a la Iglesia como “comunión”. Cada vez experimentamos más las ansias de los hombres hacia la unidad. Y, sin embargo, cada vez se hace más difícil la unión entre nosotros. Nos esforzamos por lograr la unidad entre cristianos, y los católicos nos despedazamos dentro. Buscamos la unión con el mundo, y las tensiones crecen entre los diversos sectores de la única Iglesia. Cada vez se hace más difícil la autoridad y la obediencia. Cada vez se hace más honda la separación de los carismas. Un ejemplo: antes la Iglesia era sólo la Jerarquía. Ahora la Iglesia son sólo los laicos (o, mejor aún, somos “nosotros” o soy “yo”) y así seguimos como proclamando la comunión y viviendo la desunión. Pentecostés trajo la gracia de superar la dispersión. No uniformó las lenguas, sino que las multiplicó con el mandato de la CARIDAD, siendo Él mismo el AMOR. Pero era el mismo Espíritu el que hablaba, “en distintas lenguas”, las mismas “maravillas de Dios”. (Pedro y Pablo escriben “distinto” y “discuten” duramente), pero el Espíritu Santo crea en todos “un solo corazón y una sola alma”. Y toda la Iglesia de Pentecostés se manifiesta al mundo como la “comunidad del Señor” que permanece unida en la “enseñanza de los Apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones”. El Espíritu Santo deberá crear, entre nosotros, la comunión profunda de la única Iglesia que peregrina con carismas y funciones distintas. Con mentalidades y temperamentos diversos (unos demasiado audaces, otros demasiado tímidos, unos demasiado lentos, otros demasiado impacientes). Pero todos igualmente fieles al mismo Evangelio (sin parcializarlo o desfigurarlo, con su fundamental exigencia de cruz y renunciamiento, de compromiso y servicio). Todos igualmente dóciles al mismo Espíritu que reparte sus dones “como Él quiere”. Esperamos al Espíritu Santo: no para que nos haga iguales, sino para que nos haga hermanos. Esperamos al Espíritu de Amor para que nos haga un solo Cuerpo. - Espíritu de conversión. Vivimos un momento en que todos tenemos que convertirnos. Cambiar nuestra mentalidad y nuestras actitudes. Es una exigencia de la cercanía inminente del Reino. Toda la Iglesia tiene que ponerse en actitud de conversión. Lo cual supone, ante todo, tomar conciencia serena de un pecado que llevamos dentro (“si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando”). Supone, también descubrir que hay un pecado en los hombres, en sus actitudes o instituciones, del cual somos todos, en un sentido o en otro, cómplices y responsables. Es lo que a veces llamamos “situación de pecado” (injusticias, desigualdad, insensibilidad ante el dolor y la pobreza etc.). La fuerza renovadora del Espíritu, en Pentecostés, provoca las primeras conversiones. Predica Pedro, en la misma hora de Pentecostés sobre la misteriosa efusión del Espíritu, y los invita a la conversión. “Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil”. La conversión se realiza, primero, en los mismos Apóstoles (es decir, en el interior mismo de la Iglesia, en los primeros Obispos y en los primeros discípulos). El Espíritu de Pentecostés crea en ellos un “corazón nuevo”. Ya había habido en ellos una primera conversión, por el llamado mismo de Jesús. Pero era necesaria ahora esta conversión definitiva del Espíritu, para que mostraran verdaderamente al Señor en el rostro de la Iglesia joven. Cambiaron de mentalidad: ahora entendían a Jesús de otra manera, ahora comprendían los misterios del Reino. También hablaban de una manera nueva. Su lenguaje, que los hombres misteriosamente entendían, expresaba “la locura de la Cruz”. Hoy hace falta que el Espíritu Santo nos convierta a todos. Que descienda sobre su Iglesia y la purifique, preparando la belleza perfecta de la Jerusalén nueva del Apocalipsis. Que se posesione plenamente de nosotros, que nos queme con su fuego, que deje en nosotros corazones nuevos: con una gran capacidad de amor a Dios y a los hombres, con deseos ardientes de inmolarnos y de darnos, de dejarnos crucificar con Cristo y de ofrecer la vida “para la salvación del mundo”. Todo esto (y mucho más) es lo que esperamos del Espíritu Santo para nuestra Iglesia (cada uno piense y rece por su parroquia y por su diócesis y por el Papa y el gobierno universal). En estos precisos y preciosos días de un Pentecostés nuevo. Que nos dé coraje, que nos ilumine para ver claro, que dialogue en nosotros, que nos ayude a vivir en comunión, que nos convierta. Y -todo esto (y mucho más)- es lo que estamos seguros que obrará en nosotros el Espíritu. Porque Cristo nos lo prometió enviar desde el Padre. Porque la Iglesia en se comprometió, solemnemente, en el Vaticano II, a recibirlo y a comunicarlo. Y porque todos lo esperamos –con más urgencia y seguridad que nunca– en la comunión fraterna, en la oración silenciosa, con María la Madre de Jesús en el Año de San José. Sugerencias... SECUENCIA Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz. Consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma, suave alivio de los hombres. Tú eres descanso en el trabajo, templanza de las pasiones, alegría en nuestro llanto. Penetra con tu santa luz en lo más íntimo del corazón de tus fieles. Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente. Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas. Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos. Concede a tus fieles, que confían en tí, tus siete dones sagrados. Premia nuestra virtud, salva nuestras almas, danos la eterna alegría.

lunes, 10 de mayo de 2021

HOMILIA Solemnidad de la ASCENSIÓN DEL SEÑOR cB (16 de mayo 2021)

Solemnidad de la ASCENSIÓN DEL SEÑOR cB (16 de mayo 2021) Primera: Hechos 1, 1-11; Salmo: Sal 46, 2-3. 6-9; Segunda: Efesios 1, 17-23; Evangelio: Marcos 16, 15-20 Enhorabuena, Señor, por tu triunfo. Has ascendido y eres lo más alto que existe. Has batido el récord absoluto de amor a la humanidad. También a mí me gusta el triunfo, el hacer carrera y el éxito, pero soy muy diferente a Ti. Cuando yo gano, otros pierden. Cuando ganas Tú, ganamos todos. Lo mío suele ser un éxito frente a otros hombres. Lo tuyo es una victoria para todos los hombres. Enséñame, Señor, a no subir a costa de los demás. Enséñame a servir a todos… sabiéndome hermano de todos (fratellei tutti). Nexo entre las LECTURAS La ascensión del Señor marca una etapa nueva y definitiva para los apóstoles. El Señor resucitado ya no aparecerá más como lo conocían, sino que al subir al cielo para interceder por los hombres ante el Padre, estará de otros modos: el ‘sacramental’ y el ‘místico’. Este hecho novedoso es narrado por San Lucas en la primera lectura subrayando el estupor y asombro de aquellos hombres (Hch). El evangelio insiste, de modo particular, en la misión que Jesús confía a sus apóstoles. Se trata de un verdadero mandato apostólico: VAYAN y ANUNCIEN (Ev). En la segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios, Pablo subraya la necesidad de comportarse adecuadamente conforme a la vocación, pues a cada uno se le ha dado la gracia en la medida del don de Cristo (Éf). Así pues, los apóstoles se encuentran ante una nueva situación. Por una parte, según las palabras de Cristo, deben esperar para ser revestidos del Espíritu Santo, pero por otra parte, deben meditar que ya ha empezado la hora de dar continuidad a la obra de Cristo. Temas... Subió a los cielos. El evangelio de Marcos nos dice claramente: "Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc 16,19). Desde el instante de la resurrección el cuerpo de Jesús fue inmediatamente glorificado. Sin embargo, durante los cuarenta días en los que se aparece a sus discípulos, su gloria aún permanece velada bajo los rasgos de una humanidad acostumbrada, no obstante los milagros que realiza. La última aparición de Jesús termina con el ingreso irreversible de su humanidad en la gloria divina. Esto es lo que propiamente celebramos en la liturgia de la Ascensión del Señor. Jesús resucitado se había aparecido en diversas ocasiones a sus discípulos y esto tenía un gran significado, porque confirmaba en ellos su victoria (la de Cristo) sobre el pecado y la muerte. Se dan cuenta de que no han corrido en vano al creer en el evangelio y de que ahora reciben una misión que compromete toda su vida futura. En esta última aparición, advierten que Jesús se despide definitivamente de ellos, pero al mismo tiempo comprenden que se queda a su lado con su asistencia hasta el fin de los tiempos. Comprenden que Cristo ha alcanzado su fin y vive y reina con Dios Padre. “Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7,14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Catecismo de la Iglesia Católica 664). Y se dan cuenta de que el Señor se ha ido para prepararles un lugar (cf. Jn 14,2) El fin de Cristo, es también el fin de ellos y de todos los que crean en Él. Si es verdad que su vida, como la de cualquier otro hombre, se acerca a la muerte, ellos se dan cuenta que no todo termina en la muerte, sino en la comunión eterna con Dios. Por una parte, podrían estar tristes, por la separación de Jesús; pero por otro lado se sienten felices por el triunfo del Señor y pidieron y pedimos siempre que los dones que hemos recibido de Él enciendan nuestros corazones con el deseo de la patria celestial, para que, siguiendo las huellas de nuestro Salvador, aspiremos a la meta donde Él nos precedió. La misión de los discípulos. Jesucristo comunica a sus discípulos el deber de anunciar a todos los hombres el evangelio. De ahora en adelante Él obrará a través de ellos y de sus sucesores. Ellos tienen la increíble misión de dar continuidad a la obra de Cristo. Esta misión sigue hoy vigente y la Iglesia tiene el deber siempre de evangelizar y anunciar la salvación por Jesucristo a todo el mundo en todo el mundo. La esencia de este evangelio es que “Jesús de Nazaret es Cristo el Hijo de Dios” (Cf Rm 10,9) y que en Él tenemos la salvación y la plena revelación de Dios. “El que ve a Cristo, ve al Padre”. Dios se ha manifestado, se ha revelado al hombre y todo por amor. Los hombres estaban necesitados de salvación y Dios envió a su Hijo para salvarlos. En Cristo tenemos el acceso al Padre. A partir de la Ascensión del Señor, los discípulos tuvieron que meditar profundamente sobre este encargo apostólico. Ciertamente sólo con la venida del Espíritu Santo, ellos recibirán la fortaleza para ser verdaderos testigos, pero ya desde el primer día de su llamado sabían que Jesús los convocaba para “que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”. La fiesta de la Ascensión subraya el mandato misionero. Sugerencias... El cultivo de la virtud de la esperanza. La fiesta de la Ascensión del Señor es una cordial invitación a levantar nuestra mirada a las cosas del cielo, sabiendo que allá donde ha entrado Cristo cabeza, entrará también el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La exhortación del apóstol Pablo resulta siempre actual: Así pues, si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspiren a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque han muerto, y la vida de ustedes está oculta con Cristo en Dios. (Col 3, 1-3). La vida del cristiano está siempre escondida con Cristo en Dios. En un mundo como el nuestro tan fuerte y tan débil (tecnología y COVID) en el que el avance tecnológico es formidable y en el que las posibilidades de manipulación se han extendido casi sin límites a todos los sectores de la existencia humana, se hace presente un gran temor. El temor de que todo este avance se vuelva de algún modo contra el mismo hombre. “El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo”. Estas palabras de la encíclica de san Juan Pablo II (Redemptor Hominis n.15) nos invitan a renovar la confianza en Cristo y abandonarnos a sus brazos y alejarnos del mundo y sus criterios. Vivir el amor a Dios hasta el desprecio de los vicios y pecados. Para superar este miedo y, más aún, para evitar que las creaciones y leyes inhumanas del hombre se vuelvan contra él mismo, es menester que, con el avance tecnológico y leyes inicuas, exista un verdadero desarrollo de la ética y de la moral. Mujeres y Hombres libres que respetando las leyes del creador, podremos llevar a cabo realizaciones dignas de nuestra vocación y misión. Cuando el hombre se separa de la ley divina y de los dictámenes de la recta razón se precipita en la falta de sentido y en la desesperanza que lo llena de miedos. Podemos decir que la fiesta de la Anunciación nos invita a tener nuestra mirada fija en el cielo, donde reside Cristo a la derecha del Padre, pero las manos y el esfuerzo en esta tierra que sigue teniendo necesidad de la manifestación de los hijos de Dios. Es una invitación a seguir trabajando por construir la “civilización del amor” y “dar razón de nuestra esperanza a todo aquel que nos la pidiere” (1 Pe 3,15). El cristiano debe ser un hombre de esperanza y de luz en medio de un mundo de tanta tiniebla. “La evangelización comprende además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo; la predicación del amor de Dios para con nosotros y de nuestro amor hacia Dios, la predicación del amor fraterno para con todos los hombres —capacidad de donación y de perdón, de renuncia, de ayuda al hermano— que por descender del amor de Dios, es el núcleo del Evangelio; la predicación del misterio del mal y de la búsqueda activa del bien” (Evangelium nuntiandi n.28 y Fratelli tutti). El incansable esfuerzo de la evangelización. Queremos hacer sólo dos anotaciones tomadas de la Evangelium nuntiandi de san Pablo VI. La primera se refiere a la importancia del propio testimonio en la acción evangelizadora. Son conmovedoras las imágenes de los evangelizadores del nuevo mundo, hombres de la altura de Toribio de Mogrovejo, o los santos mártires rioplatenses, San Oscar Romero, el beato Carlo Acutis… y otros muchos que no podemos aquí mencionar porque es larga la lista de los buenos... Su primer y más grande obra evangelizadora era su propio testimonio. Su ejemplo de vida santa arrastraba a sus vecinos a un mejor conocimiento de Dios y del evangelio de Jesús (Gaudete et exultate). En segundo lugar conviene insistir en la necesidad de un anuncio explícito del mensaje de la evangelización. Esto hoy se puede hacer de muchas maneras, pero lo importante es que todos sientan la responsabilidad de ser misioneros, es decir, enviados por Cristo a anunciar el evangelio (Antiquum Ministerium con la que se instituye el ministerio de catequista, Papa Franvisco). No es fácil superar la fuerte tendencia al individualismo en la vivencia de la fe de muchos cristianos. Debemos, por ello, predicar con oportunidad o sin ella, sobre la necesidad de ser apóstoles allí donde la providencia nos ha colocado. María, Madre de gracia y estrella de la Evangelización, ruega por nosotros.

lunes, 3 de mayo de 2021

HOMILIA DOMINGO SEXTO DE PASCUA cB (09 de mayo 2021)

DOMINGO SEXTO DE PASCUA cB (09 de mayo 2021) Primera: Hechos 10, 25-27.34-35.44-48; Salmo: Sal 97, 1-4; Segunda: 1Juan 4,7-10; Evangelio: Juan 15, 9-17 Nexo entre las LECTURAS La palabra clave de los textos de los pasados Domingos ha sido “vida”, la palabra clave del texto de hoy es “amor”. El amor del Padre se manifiesta en Jesús. Manifestar el amor de Jesús a la humanidad es responder a su amor y la misión de sus seguidores y seguidoras. "Quien no ama no conoce a Dios porque Dios es amor". Hermosa síntesis de la presente liturgia. La vida cristiana se desenvuelve en el círculo del amor, que comienza en Dios, se hace visible en Jesucristo, se dilata entre los hombres y retorna al mismo Dios. Siendo Dios amor, en Él está el inicio de todo movimiento de amor (segunda lectura). Jesucristo, encarnación de Dios Amor, llama a sus discípulos amigos, es decir, creados por el amor y para el amor (evangelio). El amor de Dios en Cristo a los hombres es abierto y universal, pues en el amor de Dios no hay acepción de personas, y a todos los quiere hacer partícipes de su Espíritu, fuerza y presencia (primera lectura). Temas... Dios no hace distinción de personas. La primera lectura de hoy nos presenta un momento coyuntural en el desarrollo de la predicación del Evangelio: la luz de la gracia, ¿es también para los paganos? Los que no pertenecíamos a la raza de Abraham, de quien vienen los profetas, ¿tenemos derecho a esperar en las promesas que Dios hizo por los profetas? Hoy la respuesta a una pregunta así nos parece obvia, pero no era así, ni mucho menos, en el tiempo de los Apóstoles. La palabra fundamental, para fundamentar una respuesta, es aquello que dice Pedro: «Dios no hace distinción de personas». Si se nos mira desde la cultura, la lengua, la raza o incluso la religión, somos distintos; pero si se piensa en la necesidad que todos tenemos de ser salvados, y en la imposibilidad que todos tenemos, judíos y no judíos, de salvarnos por nuestras solas fuerzas o, méritos, planes o propósitos, entonces somos iguales: no hay distinción. Que Dios no hace distinción de personas no significa que no nos atiende de una manera distinta según nuestras distintas circunstancias y necesidades; significa que en cuanto a la necesidad de la salvación por la gracia somos iguales. Y esto es importante decirlo, porque vivimos en una época que pretende sentirse a salvo haciendo declaraciones de igualdad de derechos. Es como un axioma de nuestra época hablar de «Derechos Humanos». Pues bien, el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre del 10 de Diciembre de 1948 reza así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Aparentemente ahí está todo: libertad, igualdad, fraternidad, esto es, el ideal de los revolucionarios de La Bastilla. Mas, ¿son equivalentes la «igualdad» de la Revolución Francesa y la «igualdad» que predica Pedro en este capítulo décimo de los Hechos de los Apóstoles? ¿Valen por igual la «fraternidad» de la ONU y la «fraternidad» de los que se declaran hermanos en un mismo bautismo y con un mismo Padre en los Cielos? Notemos, a partir de lo dicho al comienzo de esta reflexión, cuál es la igualdad que predica Pedro: es la igualdad en la condición de necesitados de la gracia. No es la igualdad como «derecho», sino como «indigencia»; consiguiente, la fraternidad que predica Pedro no es la de quienes «quieren» ser hermanos uniendo en sus esfuerzos, según un ideal que ven conveniente a sus intereses, sino la fraternidad de quienes «se descubren» hermanos, porque han sido amados, perdonados y salvados por un mismo Dios y por una misma gracia. No son iguales la igualdad de la ONU y la de la Biblia. Permanecer en el amor y permanecer en el mandato. Es dulce a nuestros oídos aquello de «permanecer en el amor», según la palabra de Cristo en el evangelio de hoy; tal vez no suena tan amable eso otro de «permanecer en los mandamientos». Y, sin embargo, estas dos indicaciones vienen del mismo Cristo y apuntan hacia el mismo cielo. El «mandamiento» nos recuerda que nuestra vida tiene una fuente, un origen, y por consiguiente, no brota de su propia voluntad ni tiende sin más hacia su solo deseo. El «amar» nos enseña que hay una compatibilidad fundamental entre nuestro anhelo más íntimo de felicidad y aquello que hemos recibido del Señor Jesús por la fuerza de su gracia y de su sangre. Permanecer en el amor y guardar los mandamientos son, pues, dos aspectos complementarios de una misma obra que Cristo ha hecho por nosotros. Vivir en el amor es tender hacia lo más puro, dulce y feliz de nuestro ser y de nuestra sed. Vivir en el mandamiento es afianzarse en lo más firme, fundante y prometedor que pueden recibir nuestros oídos y descubrir nuestra razón. Sólo en la conjunción de ese impulso maravilloso que es amar con ese cauce fiable y profundo que es obedecer se encuentra la plenitud de la vida en Cristo. Sugerencias... «La caridad procede de Dios... Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Estas palabras de San Juan sintetizan el mensaje de la Liturgia del día. Es amor el Padre que «envió al mundo a su HIJO unigénito para que nosotros vivamos por él» (ib 9, segunda lectura), Es amor el Hijo que ha dado la Vida no solo por sus amigos» (Jn 15, 13; Evangelio), Sino también por enemigos (San Pablo). Es amor el Espíritu Santo en quien «no hay acepción de personas» (Hch 10, 34; primera lectura) y que está como impaciente por derramarse sobre todos los hombres (ib 44). El amor divino se ha adelantado a los hombres sin mérito por parte de ellos: «En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4, 10). Sin el amor preveniente de Dios que ha sacado al hombre de la nada y luego lo ha redimido del pecado, nunca hubiera sido el hombre capaz de amar. Así como la vida no viene de la criatura sino del Criador, tampoco el amor viene de ella, sino de Dios, la sola fuente infinita. El amor de Dios llega al hombre a través de Cristo. Como el Padre me amó, yo también los he amado» (Jn 15, 9). Jesús derrama sobre los hombres el amor del Padre amándonos con el mismo amor con que Él es amado; y quiere que vivan en este amor: «permanezcan en mi» (ib). Y así como Jesús permanece en el amor del Padre cumpliendo su voluntad, del mismo modo los hombres deben permanecer en su amor observando sus mandamientos. Y aquí aparece de nuevo -en primera fila- lo que Jesús llama su mandamiento: «que se amen unos a otros como yo los he amado» (ib 12). Jesús ama a sus discípulos como es amado por el Padre, y ellos deben amarse entre sí como son amados por el Maestro. Cumpliendo este precepto se convierten en sus amigos: «Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando» (ib 14). La amistad exige reciprocidad de amor; se corresponde al amor de Cristo amándolo con todo el corazón y amando a los hermanos con los cuales Él se identifica cuando afirma ser hecho a Él lo que se ha hecho al más pequeño de aquellos (Mt 25, 40). Es conmovedora y sorprendente la insistencia con que Jesús recomienda a sus discípulos, en el discurso de la Cena, el amor mutuo; sólo mira a formar entre ellos una comunidad compacta, cimentada en su amor, donde todos se sientan hermanos y vivan los unos para los otros, no solo con los otros. Lo cual no significa restringir el amor al círculo de los creyentes; al contrario: cuando más fundidos estén en el amor de Cristo, tanto más capaces serán de llevar este amor a todos los hombres. ¿Cómo podrían los fieles ser mensajeros de amor en el mundo si no se amasen entre sí? Ellos deben mostrar con su conducta que Dios es amor y que uniéndose a Él se aprende a amar y se hace uno, amor; que el Evangelio es amor y que no en vano Cristo ha enseñado a los hombres a amarse; que el amor fundado en Cristo vence las diferencias, anula las distancias, elimina el egoísmo, las rivalidades, las discordias (cfr.: Ft). Todo esto convence más y atrae más a la fe que cualquier otro medio, y es parte esencial de aquella fecundidad apostólica que Jesús espera de sus discípulos, a los cuales ha dicho: «los he destinado para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca» (Jn 15, 16), Sólo quien vive en el amor puede dar al mundo el fruto precioso del amor (cfr.: E.G.). María, Madre del AMOR HERMOSO, ruega por nosotros que recurrimos a Vos.

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...