sábado, 31 de octubre de 2020

HOMILIA Conmemoración de todos los DIFUNTOS, lunes 02 de noviembre de 2020

Conmemoración de todos los DIFUNTOS, lunes 02 de noviembre de 2020 La liturgia de la Palabra de este día tiene varias opciones Lecturas: Apocalipsis 21, 1-5a.6b-7; S. R. 26, 1.4.7.8b-9a.13-14 o bien 129, 1-8; 1 Corintios 15, 20-23 o bien 15, 51-57; Lucas 24, 1-8 o bien Jn 11, 17-27 En lugar de las lecturas arriba indicadas, se pueden elegir de entre las que se proponen en el Leccionario IV para las Misas de Difuntos Nexo entre las LECTURAS La liturgia en la conmemoración de los fieles difuntos canta la victoria de Cristo y del cristiano sobre la muerte. San Pablo dice a los romanos que Cristo murió por nosotros y de esa manera, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la ira, es decir, venceremos con Cristo el pecado y la muerte. A esta victoria alude Isaías cuando enseña que el mismo Dios: "Vencerá la muerte definitivamente, y enjugará las lágrimas y el llanto". El cristiano recibe de su Señor y Maestro el alimento que ya en esta tierra es alimento de vida eterna: la eucaristía pan de vida, anticipación de la vida con Dios después de la muerte. Temas... El amor es más fuerte que la muerte. El misterio central de nuestra fe es la Resurrección de Cristo (1Cor 15,14). Esto hemos de tomarlo en serio: el enemigo más grande de nuestros sueños y esperanzas, es decir, la muerte, ha caído ante uno que es más fuerte: Jesucristo. La resurrección del Señor es una obra del amor. Levantado del sepulcro, Cristo manifiesta el sentido de toda su vida, que no fue otra cosa sino una continua ofrenda de amor. Es que el freno para amar, lo que nos detiene de amar más y mejor es la muerte. Sentimos que si amamos demasiado perdemos lo nuestro y nos quedamos ‘sin nada’. Pero Cristo ha amado hasta quedarse sin nada, porque se ha "vaciado" de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2,7). Cristo ha asumido el riesgo terrible de ofrecerse a las fauces de la muerte, fiado solamente de la voluntad del Padre. La resurrección de Cristo es entonces la respuesta de amor del Padre, que así manifiesta el triunfo de un amor que no se mide, un amor que no se limita porque no se detiene ante la muerte. La comunión de los santos. Nosotros hemos nacido de ese amor invencible, pues de nosotros fue escrito: "no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jn 1,13). El que nos une y nos reúne no es otro que el Espíritu Santo, el Espíritu que resucito a Jesús de entre los muertos. Este es el misterio que llamamos la "comunión de los santos": somos uno en Él, gracias al mismo amor que hizo posible el portento de la Encarnación y el milagro sublime de la Resurrección. No cabe pensar entonces que ese amor, que ya venció una vez y para siempre a la muerte, ahora sea inferior a la muerte. El amor que nos hace "uno" en Jesús es el mismo amor que resucitó a Jesús, y por eso estamos ciertos que la Iglesia que peregrina en esta tierra está indisolublemente unida a la Iglesia que ha pasado ya por el umbral de la muerte. Semejante lenguaje no podía decirse antes de la resurrección del Señor, y por ello, antes de la predicación de este misterio de misterios, toda invocación de difuntos o toda idea de una comunicación entre los difuntos y nosotros tenía que ser prohibida como espiritismo, según ordena severamente el Antiguo Testamento: "No sea hallado en ti ... quien practique adivinación, ni hechicería, o sea agorero, o hechicero, o encantador, o médium, o espiritista, ni quien consulte a los muertos" (Dt 18,10-11). Esta prohibición era razonable porque el contacto con los difuntos sólo podía tener un objetivo: el intento de asegurar algunos bienes (suerte, dinero, éxitos...) para esta vida. Pero nosotros no miramos así a nuestros difuntos, pues es la luz de la victoria del Resucitado quien nos lleva a considerar el alto destino al que han sido llamados ellos lo mismo que nosotros. Un inmenso acto de amor. Nuestras oraciones por los fieles difuntos llevan por consiguiente un doble sello: caridad hacia ellos y certeza de la victoria de Cristo. Les amamos, pero no con un amor nostálgico, prisionero de la fantasía o el recuerdo, sino con el amor eficacísimo propio de la victoria del Señor. Y por eso desde antiguo la Iglesia ha considerado que es acto precioso de misericordia orar por los difuntos de quienes podemos pensar que necesitan de este sufragio, no para reemplazar la fe, si no la tuvieron, sino para limpiar con la potencia de nuestro amor, fundado en Cristo, cualquier imperfección que pueda impedirles gozar de la visión de Dios (Indulgencias). Y ofrecemos este acto de amor uniéndonos al amor más grande, es decir, al amor de Cristo en la Eucaristía. Allí precisamente donde se renueva la ofrenda viva de Cristo, allí fundamos nuestro amor y nuestra esperanza mientras rogamos por nuestros hermanos difuntos. Sugerencias... Nos va bien celebrar este día de los difuntos. Nos recuerda que somos peregrinos, que vamos caminando hacia el destino como "ciudadanos del cielo", que no tenemos aquí morada permanente, sino que estamos destinados a una vida definitiva y mucho mejor. La muerte es realidad seria porque es esponsalicia, estar para siempre con el Esposo divino. Y, con todo, nos llena de dolor cuando nos toca de cerca y nos infunde miedo el pensar en ella. Nos plantea interrogantes y sigue siendo un misterio. También Cristo lloró por la muerte de su amigo Lázaro y tuvo miedo ante su propia muerte. Pero lo que nos distingue a los cristianos de los demás es que miramos a la muerte con fe. Dios la ilumina con el hecho de la muerte y resurrección de Cristo, no resolviendo el misterio, sino dando sentido a su vivencia. No sabemos cómo, pero la última palabra no la tiene la muerte. Dios nos ha creado para la vida. Lo mismo que la cruz de Cristo no fue el final, sino el paso a la nueva existencia gloriosa. La Misa, en esta conmemoración, nos ayuda a ver la muerte desde la figura de la Pascua de Cristo, el "primogénito de entre los muertos": "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá"; "resucitaste a tu Hijo... concede a tus siervos difuntos que, superada su condición mortal, puedan contemplarte para siempre". Hemos proclamado la muerte de Cristo: "Dando un fuerte grito, expiró". Pero a la vez escuchamos el gozoso anuncio de los ángeles: "No se asusten. No está aquí. Ha resucitado". En cada Eucaristía recordamos a los difuntos, y no sólo hoy. En la plegaria eucarística nos sentimos unidos a los "que nos han precedido con el signo de la fe y duermen el sueño de la paz", a quienes "durmieron con la esperanza de la resurrección" y "descansan en Cristo". Recordamos (también) a los que no fueron cristianos, a los difuntos, "cuya fe sólo Dios llegó a conocer". Por todos ellos pedimos a Dios que les conceda su luz y su felicidad. La mejor oración que podemos elevar por los difuntos es la Eucaristía. Por eso, en las oraciones le decimos a Dios que se cumplan en los difuntos sus planes de amor y de vida: "Que nuestros hermanos difuntos, por cuya salvación hemos celebrado el misterio pascual, puedan llegar a la mansión de la luz y de la paz, a las Bodas del Cordero"; "alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que murió y resucitó por nosotros, te pedimos, Señor, por tus siervos difuntos..." La muerte ha sido vencida. La realidad más dramática de la existencia humana es tener que morir, teniendo sed de inmortalidad. Esa muerte no es sólo dramática, es también, en muchas ocasiones, absurda, ej.: cuando viene segada una vida joven y prometedora, cuando a pagar el salario a la muerte es una vida inocente (niños abortados), cuando la muerte llega inesperada, cuando tala un porvenir magnífico, cuando crea un agudo problema en la familia, cuando... cuando… cuando… El dramatismo y la absurdez aumentan cuando se carece de fe o ésta está decaída, o casi completamente apagada. Si tal es el caso, todo se derrumba, porque se vive como quien no tiene esperanza. En ese caso, la muerte lleva en su mano la palma de la victoria y la vida termina bajo la losa de un sepulcro, dejando a los vivos en la desesperación y en la angustia sin sentido. La fe cristiana, en cambio, nos dice que la muerte es el paso que termina en un nuevo mundo de luz y de vida esplendorosas. Nos dice que la muerte es ciertamente una pérdida, un desgarro, por parte de quien se va (pierde su relación con el mundo) y por parte de quien se queda (pierde un ser querido), pero una pérdida que Dios es capaz de transformar, de forma a nosotros desconocida, en ganancia, porque la muerte del hombre como en el caso de la mariposa (si sirve de ejemplo) desemboca en vida. En Cristo resucitado, vencedor de la muerte, todos hemos ya comenzado, en cierta manera, a vencer la muerte mediante la participación en su resurrección. Eucaristía y vida. El cristiano, como cualquier otro ser humano, siente día a día el paso del tiempo sobre su cuerpo, el acercarse del encuentro definitivo con la realidad de la muerte, la llamada constante de la tierra. El cristiano no está exento de todo lo que eso significa existencialmente para todo hombre, en su unidad psicosomática. Mientras se va acercando al atardecer de la vida, el cristiano experimenta, sin embargo, a un nivel profundo la llamada de la vida divina, la voz del Padre que le dice: ¡Ven! Esta experiencia se hace, sin lugar a duda, en la oración personal en que cada uno habla de corazón a corazón con el Padre que llama, con el Hijo que salva, con el Espíritu que vivifica. Esta experiencia se profundiza en la recepción del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo en la Eucaristía. Porque el cristiano, cuando come del pan y bebe del cáliz, recibe a Cristo vivo, en su humanidad y en su divinidad, prenda y anticipación de la gloria del cielo. Y porque, cada vez que se celebra la Eucaristía se realiza la obra de nuestra redención y "partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre"(S. Ignacio de Antioquía, Eph 20, 2), como nos recuerda el Catecismo (CIC 1405). El ansia de inmortalidad y de vida eterna que anida en cada uno de los hombres y mujeres del planeta viene satisfecha, lenta, pero de modo continuo y eficaz, por la extraordinaria experiencia de vida nueva que va apoderándose del hombre al contacto frecuente con la Eucaristía. Con la Eucaristía bien recibida va creciendo en el hombre la vida, la vida nueva de Cristo resucitado y glorioso en el cielo.

lunes, 26 de octubre de 2020

HOMILIA TODOS LOS SANTOS, solemnidad. Domingo (01 de noviembre de 2020)

TODOS LOS SANTOS, solemnidad. Domingo (01 de noviembre de 2020) Primera: Apocalipsis 7, 2-4.9-14; Salmo: Sal 23, 1-6; Segunda: 1Juan 3, 1-3; Evangelio: Mateo 5, 1-12a Nexo entre las LECTURAS… La antífona de entrada es quien nos sugiere el nexo y el tema y las sugerencias: «Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los Santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban al unisono al Hijo de Dios» (Entrada). Temas… Una muchedumbre que nadie podría contar. Lo primero que atrae nuestra atención en este día es la contundente manifestación del bien. Estamos acostumbrados a que el mal haga espectáculo. El mal es notorio y llega a volverse notable, y nuestra mente quizá ha llegado a acostumbrarse a eso. La primera lectura cambia este hábito de nuestra mente: "una muchedumbre que nadie podría contar" (Ap 7,9). Después de todo, el bien también existe; está entre nosotros, aunque, por ahora, permanece de modo casi invisible. En esa muchedumbre el vidente del Apocalipsis encuentra gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación. Otra imagen que nos sorprende. Tal vez estamos acostumbrados a pensar la salvación en términos de élites y de exclusiones: los del hemisferio Norte tienen un nivel de vida, y los del Sur, otro; los ricos gozan lo que no pueden disfrutar los pobres; los educados y los incultos, los sanos y los enfermos. Siempre parece que la salvación y la felicidad son para un grupo cerrado que deja excluido al resto. La alegría del Apocalipsis es distinta… la exclusión ha sido excluida. La muchedumbre de la tierra se une a la muchedumbre del cielo. Pensábamos que luchábamos solos, que sufríamos solos, que no teníamos más compañía que nuestras propias ideas y recursos. De repente, el velo se corre y vemos que estamos y que siempre estuvimos acompañados. Millares de ángeles se gozan en el mismo Dios nuestro, y nuestro gozo es su mismo gozo. Los que han buscado al Señor. Con el salmista y de respuesta hemos dado un nombre a esa hermosa muchedumbre: "los que buscan al Señor". La santidad es presencia de Dios, y por eso es primero búsqueda de Dios. Podemos decir que un santo es aquel que ha sido consecuente y perseverante en su búsqueda de Dios. Pecar es dejar de buscar; el gran pecado es "estacionarse", sentarse al borde del camino y dejar de buscar. Esto significa que nuestras faltas y caídas de cada día no deben desesperarnos, porque precisamente lo único grave, lo único irreparable es la desesperación. Es ella la que pretende estacionarnos y detenernos. Pedro traicionó a Jesús; Judas traicionó a Jesús. Sin embargo, Pedro no se estacionó, no se quedó en su pecado. Si miramos a la muchedumbre de la Liturgia de hoy, la muchedumbre de los santos que han "buscado al Señor", otra enseñanza nos queda clara: los caminos de la búsqueda son múltiples. La caridad, la penitencia, la predicación, el martirio, la oración escondida, la denuncia profética... ¡cuántos caminos diversos tienen sin embargo un mismo destino: la bienaventuranza! Esto quiere decir que cada uno -y cada una- de nosotros puede y debe buscar y encontrar su camino, sin dejar de buscar y encontrar al único que es Camino, es decir, Jesucristo. Las bienaventuranzas de Cristo: brújula de santidad para los cristianos. El Evangelio nos ofrece la brújula, la carta de navegación hacia la santidad como Dios la quiere en nuestras vidas. Santidad no es lo que nosotros imaginemos sino lo que Dios nos enseña. Jesús es el Santo de Dios y en su vida y su palabra está la santidad que Dios ha pensado para nuestras vidas. Las bienaventuranzas de Cristo son realidades que se viven en esta tierra y que preparan la bienaventuranza más allá de esta tierra. No podemos separar la existencia terrena de la vida más allá de este mundo. Quien rechaza las bienaventuranzas ¿podrá aspirar a la bienaventuranza? Quien no acoge a Cristo como Maestro de felicidad en este mundo, ¿podrá gozar de la felicidad que él anuncia más allá de este mundo? Esta bienaventuranza celestial se anticipa en el banquete eucarístico. El Cristo que comulgamos hoy es el mismo Cristo que nos recibirá en la gloria; el mismo que se dará como alimento dulcísimo en el cielo, para regocijo de ángeles y hombres. Aprender a comulgar es un ejercicio de cielo. Una Misa bien vivida es una escuela de alegría, de alabanza y sobre todo de gratitud. Sugerencias… (cfr.: Papa Francisco) Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están muertos en el Señor ¡están allí! Ellos proclaman que fueron salvados no por sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados por el Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano, precisamente a ese Cielo donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (v. 14). En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás. Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía a sus discípulos: «Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce... Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Ver a Dios, ser semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente, en el día de los santos, y antes del día de los muertos, es necesario pensar un poco en la esperanza: esta esperanza que nos acompaña en la vida. Los primeros cristianos pintaban la esperanza con un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzada a la orilla del Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla, agarrados a la cuerda del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el corazón anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos, donde la bienaventurada Virgen María, donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no decepciona; hoy y mañana son días de esperanza. La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma; hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza. Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos por la senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo» (v.3). También la esperanza nos purifica, nos aligera; esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos hace ir de prisa, con prontitud. En este pre-atarceder de hoy, cada uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su vida: «¿Cómo será mi ocaso?». Todos nosotros tendremos un ocaso, todos. ¿Lo miro con esperanza? ¿Lo miro con la alegría de ser acogido por el Señor? Esto es un pensamiento cristiano, que nos da paz. Hoy es un día de alegría, pero de una alegría serena, tranquila, de la alegría de la paz. Pensemos en el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos precedieron, pensemos en nuestro ocaso, ¿cuándo llegará?. Y pensemos en nuestro corazón y preguntémonos: «¿Dónde está anclado mi corazón?». Si no estuviese bien anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no defrauda porque el Señor Jesús no decepciona. ¡Feliz día!

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...