lunes, 17 de mayo de 2021

HOMILIA Solemnidad de PENTECOSTÉS cB (23 de mayo 2021) AUTOR : DE LA IGLESIA PARA LA IGLESIA.

Solemnidad de PENTECOSTÉS cB (23 de mayo 2021) Primera: Hechos 2, 1-11; Salmo: Sal 103, 1ab. 24ac. 29b-31. 34; Segunda: 1 Corinto 12, 3b-7. 12-13, o bien Gálatas 5, 16-25; Evangelio: Juan 20, 19-23, o bien Juan 15, 26-27; 16, 12-15 Nexo entre las LECTURAS En la fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo inunda, con su presencia, todos los textos litúrgicos. El evangelio anuncia el Espíritu de Verdad, que iluminará y llevará a los discípulos a la verdad completa. En la primera lectura, lo que fue promesa se hace cumplimiento, y el Espíritu Santo viene con su poder sobre los apóstoles y otros discípulos de Jesús, reunidos con María en el Cenáculo. Cuando el Espíritu Santo entra y se apodera del corazón de un discípulo de Jesús, entonces toda su existencia cristiana y su comportamiento cambian y producen los frutos del Espíritu, que se sintetizan en el amor -caridad- dice san Pablo. Temas... Pentecostés –plenitud del Misterio Pascual– significa siempre para la Iglesia el “acontecimiento” que (1)abre una esperanza, (2)crea un compromiso e (3)infunde una energía nueva. Este año nos llega Pentecostés en un momento particularmente grave y decisivo: para la Iglesia Universal y, muy especialmente, para el Mundo, la Humanidad. Por eso los cristianos hemos esperado este año Pentecostés con más ansia y seguridad que nunca y con gran devoción rezamos la Novena en el Mes de María y en el Año de San José. Con el deseo de una docilidad profunda a la acción misteriosa del Espíritu. Sugiero presentar a modo de sencillas reflexiones de esperanza, cuál ha de ser la acción del Espíritu Santo en el momento actual de nuestra historia. Porque los laicos y muchos hombres y mujeres de buena voluntad nos dicen qué esperan de los sacerdotes y obispos. Y muchos sacerdotes dicen qué esperan de los Obispos. A los Obispos nos les queda, sino, decir qué esperan del Espíritu Santo… no sólo para ellos, sino para todo el Pueblo de Dios disperso por el mundo y muy herido por guerras, COVID, hambre, migraciones, populismos y capitalismos (capítulo I de F. Tutti y E. Gaudium). - Un poco más de coraje. “En el mundo tendrán mucho que sufrir; pero tengan coraje. Yo he vencido al mundo”. Antes, como ahora el momento es difícil. Se ahondan las tensiones, se multiplican las crisis. Pareciera que hasta la Iglesia se resquebrajara. Empezamos a sentir miedo, tristeza y angustia. Nos volvemos pesimistas. Es la misma sensación de los Apóstoles al vivir el misterio de la Cruz, antes de Pentecostés. Pero vino sobre ellos “la fuerza del Espíritu Santo” Cf. Hch 1,8 y los hizo audaces testigos del Señor resucitado. Nos hace falta a todos, en esta hora, la fortaleza sobrehumana del Espíritu para que el miedo no nos aplaste ni nos tumbe el desaliento. Para que sintamos, más fuertemente que nunca, la presencia actuante del Señor de la gloria: “Yo estaré siempre con ustedes” nos dijo Jesús glorificado. Para que las crisis no nos asusten, las tensiones no nos desequilibren y los riesgos no nos paralicen. Esperamos, entonces, del Espíritu Santo la fortaleza que nos asegura en la esperanza. - Un poco más de claridad. “El Espíritu de Verdad les hará conocer toda la verdad”. Hay demasiada confusión entre nosotros. La hay en el mundo entero, repasemos algún noticioso internacional. Confusión de ideas y principios. Confusión de métodos y acción. Confusión de políticas de gobiernos. Todos estamos buscando, sin ver todavía claro. Y todos buscamos con la misma fidelidad al Señor, con el mismo amor a la Iglesia, con el mismo deseo de interpretar bien el momento de los hombres. Cuando el Espíritu desciende sobre los Apóstoles, en Pentecostés, los “introduce en la Verdad completa”. Les descubre la interioridad del misterio de Jesús y el alcance de todas sus exigencias. Les hace entender, sobre todo, el sentido de la cruz. Hoy nos hace falta, más que nunca, el Espíritu de la Verdad que nos “enseñe todo”. El Espíritu de profecía que nos lleve a proclamar, en la lengua de los hombres las invariables “maravillas de Dios”. Que nos enseñe a leer en “los signos de los tiempos” el Plan adorable del Padre. Que nos ayude a interpretar profundamente al hombre desde la única perspectiva del Verbo Encarnado, Cristo Rey, Buen Pastor para que todos los pueblos tengamos vida en Él. Necesitamos el Espíritu que nos lleve a penetrar sabiamente (lo cual es “sabiduría”) en la “Verdad inmutable” para incorporar “profetas” –con todo lo que la profecía tiene de carisma, de compromiso y de riesgo– en el tiempo nuevo de los hombres. Que nos enseñe a hablar con audacia serena y a callar con sobrenatural prudencia. Esperamos, entonces, del Espíritu Santo, “la luz beatísima” que nos haga ver claro en un horizonte oscuro y nos lleve a hablar con precisión divina en un momento confuso. - Más capacidad de diálogo. Casi se ha vuelto un slogan hablar del diálogo. Los cristianos nos hemos comprometido a “institucionalizar el diálogo” y colaborar en una Iglesia Sinodal. El Papa nos pide la sinodalidad como manera de mostrarnos. No busquemos estrategias, Dios nos enseñará el camino. Porque dialogar no es fácil. Es fácil, sí, escribir páginas enteras y hacer interminables monólogos sobre cómo tiene que hacerse el diálogo. Lo verdaderamente difícil es el diálogo mismo. Apenas estamos aprendiendo. Dialogar no es simplemente escuchar (aunque lo hagamos con sinceridad y cariño) (Capítulo VI de F. Tutti). Dialogar es entrar, en cuanto sea posible, en el pensamiento y el corazón del otro. Es, en cierto sentido, asumir generosamente al otro. Para ello hace falta ser pobre, desprenderse y aprender a morir. Lo cual no es fácil, aunque lo queramos de veras. Sólo cuando el Espíritu hizo radicalmente pobre a María entró Ella en la Palabra que le fue anunciada y entró en Ella la Palabra que “plantó su tienda entre nosotros”. Este fue el verdadero y substancial diálogo que empezó la Alianza Nueva. Sólo cuando el Espíritu de Pentecostés despojó a los Apóstoles de su mentalidad carnal pudieron entrar ellos en la interioridad de Jesús (hablar con Él y escucharlo con un sentido espiritual y nuevo) y captar el lenguaje distinto de los hombres para entregarles luego la única “palabra de salvación”. Hoy hace falta que el Espíritu nos enseñe a dialogar. Mejor aún, que Él mismo dialogue en nosotros y desde nosotros. Para que el diálogo sea especie de recreación y enriquecimiento mutuo. Para que el diálogo no sea una sucesión, más o menos serena, de monólogos cerrados. Para que el diálogo no sea, sobre todo, una lamentable táctica de hacer que el otro piense y actúe como queremos nosotros. ¿No es cierto que, a veces, creemos que el Obispo dialoga porque simplemente nos llama o nos visita o nos escucha? Y otro tanto, ¿no pasa con los Párrocos? Y, ¿no es, también, cierto, que con más frecuencia creemos nosotros que dialogamos porque le hacemos aceptar a los demás lo que a nosotros nos parece? El diálogo es otra cosa. El Espíritu Santo –que hizo posible el diálogo, en Cristo, entre Dios y el hombre – es quien ha de crear en todos una capacidad bien honda de diálogo. Para ello deberá hacernos más pobres y desprendidos, más simples y generosos. Por eso esperamos, para nuestra Iglesia, al Espíritu “que habló por los Profetas” y que es el único que interpreta lo que hay en “lo profundo del hombre”. - Más capacidad de comunión. “Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz”. Cada vez descubrimos mejor a la Iglesia como “comunión”. Cada vez experimentamos más las ansias de los hombres hacia la unidad. Y, sin embargo, cada vez se hace más difícil la unión entre nosotros. Nos esforzamos por lograr la unidad entre cristianos, y los católicos nos despedazamos dentro. Buscamos la unión con el mundo, y las tensiones crecen entre los diversos sectores de la única Iglesia. Cada vez se hace más difícil la autoridad y la obediencia. Cada vez se hace más honda la separación de los carismas. Un ejemplo: antes la Iglesia era sólo la Jerarquía. Ahora la Iglesia son sólo los laicos (o, mejor aún, somos “nosotros” o soy “yo”) y así seguimos como proclamando la comunión y viviendo la desunión. Pentecostés trajo la gracia de superar la dispersión. No uniformó las lenguas, sino que las multiplicó con el mandato de la CARIDAD, siendo Él mismo el AMOR. Pero era el mismo Espíritu el que hablaba, “en distintas lenguas”, las mismas “maravillas de Dios”. (Pedro y Pablo escriben “distinto” y “discuten” duramente), pero el Espíritu Santo crea en todos “un solo corazón y una sola alma”. Y toda la Iglesia de Pentecostés se manifiesta al mundo como la “comunidad del Señor” que permanece unida en la “enseñanza de los Apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones”. El Espíritu Santo deberá crear, entre nosotros, la comunión profunda de la única Iglesia que peregrina con carismas y funciones distintas. Con mentalidades y temperamentos diversos (unos demasiado audaces, otros demasiado tímidos, unos demasiado lentos, otros demasiado impacientes). Pero todos igualmente fieles al mismo Evangelio (sin parcializarlo o desfigurarlo, con su fundamental exigencia de cruz y renunciamiento, de compromiso y servicio). Todos igualmente dóciles al mismo Espíritu que reparte sus dones “como Él quiere”. Esperamos al Espíritu Santo: no para que nos haga iguales, sino para que nos haga hermanos. Esperamos al Espíritu de Amor para que nos haga un solo Cuerpo. - Espíritu de conversión. Vivimos un momento en que todos tenemos que convertirnos. Cambiar nuestra mentalidad y nuestras actitudes. Es una exigencia de la cercanía inminente del Reino. Toda la Iglesia tiene que ponerse en actitud de conversión. Lo cual supone, ante todo, tomar conciencia serena de un pecado que llevamos dentro (“si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando”). Supone, también descubrir que hay un pecado en los hombres, en sus actitudes o instituciones, del cual somos todos, en un sentido o en otro, cómplices y responsables. Es lo que a veces llamamos “situación de pecado” (injusticias, desigualdad, insensibilidad ante el dolor y la pobreza etc.). La fuerza renovadora del Espíritu, en Pentecostés, provoca las primeras conversiones. Predica Pedro, en la misma hora de Pentecostés sobre la misteriosa efusión del Espíritu, y los invita a la conversión. “Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil”. La conversión se realiza, primero, en los mismos Apóstoles (es decir, en el interior mismo de la Iglesia, en los primeros Obispos y en los primeros discípulos). El Espíritu de Pentecostés crea en ellos un “corazón nuevo”. Ya había habido en ellos una primera conversión, por el llamado mismo de Jesús. Pero era necesaria ahora esta conversión definitiva del Espíritu, para que mostraran verdaderamente al Señor en el rostro de la Iglesia joven. Cambiaron de mentalidad: ahora entendían a Jesús de otra manera, ahora comprendían los misterios del Reino. También hablaban de una manera nueva. Su lenguaje, que los hombres misteriosamente entendían, expresaba “la locura de la Cruz”. Hoy hace falta que el Espíritu Santo nos convierta a todos. Que descienda sobre su Iglesia y la purifique, preparando la belleza perfecta de la Jerusalén nueva del Apocalipsis. Que se posesione plenamente de nosotros, que nos queme con su fuego, que deje en nosotros corazones nuevos: con una gran capacidad de amor a Dios y a los hombres, con deseos ardientes de inmolarnos y de darnos, de dejarnos crucificar con Cristo y de ofrecer la vida “para la salvación del mundo”. Todo esto (y mucho más) es lo que esperamos del Espíritu Santo para nuestra Iglesia (cada uno piense y rece por su parroquia y por su diócesis y por el Papa y el gobierno universal). En estos precisos y preciosos días de un Pentecostés nuevo. Que nos dé coraje, que nos ilumine para ver claro, que dialogue en nosotros, que nos ayude a vivir en comunión, que nos convierta. Y -todo esto (y mucho más)- es lo que estamos seguros que obrará en nosotros el Espíritu. Porque Cristo nos lo prometió enviar desde el Padre. Porque la Iglesia en se comprometió, solemnemente, en el Vaticano II, a recibirlo y a comunicarlo. Y porque todos lo esperamos –con más urgencia y seguridad que nunca– en la comunión fraterna, en la oración silenciosa, con María la Madre de Jesús en el Año de San José. Sugerencias... SECUENCIA Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz. Consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma, suave alivio de los hombres. Tú eres descanso en el trabajo, templanza de las pasiones, alegría en nuestro llanto. Penetra con tu santa luz en lo más íntimo del corazón de tus fieles. Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente. Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas. Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos. Concede a tus fieles, que confían en tí, tus siete dones sagrados. Premia nuestra virtud, salva nuestras almas, danos la eterna alegría.

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...