lunes, 17 de agosto de 2020

HOMILIA Domingo vigesimoprimero del TIEMPO ORDINARIO cA (23 de agosto de 2020)

Domingo vigesimoprimero del TIEMPO ORDINARIO cA (23 de agosto de 2020) Primera: Isaías 22, 19-23; Salmo: Sal 137, 1-3. 6. 8bc; Segunda: Romanos 11, 33-36; Evangelio: Mateo 16, 13-20 Nexo entre las LECTURAS Cuando Pedro supo quién es Jesús, solo ahí supo quién es él. ¿Hablamos con Jesús para saber/conocer/comprender quién soy? La figura de Pedro, que confiesa a Jesús Mesías e Hijo de Dios, llena la escena litúrgica de este Domingo. Jesús lo constituye dándole las llaves del Reino y le otorga el poder de atar y desatar (Evangelio). La primera lectura nos habla de Eliaquín, elegido por Dios para ser mayordomo de palacio, en tiempos del rey Ezequías, y que prefigura a Pedro: "El será padre para los habitantes de Jerusalén y para la casa de Judá. Pondré en sus manos las llaves del palacio de David". San Pablo, en la segunda lectura, se asombra de las decisiones insondables de Dios y de sus inescrutables caminos respecto al pueblo de Israel. La liturgia nos permite maravillarnos y sobrecogernos ante el gran misterio de la elección de Pedro para ser Roca y Mayordomo de su Iglesia y desde él, poder pensar y rezar nuestra vocación. Recemos como el salmista y con él: "Daré gracias a tu Nombre por tu amor y tu fidelidad, porque tu promesa ha superado tu renombre. Me respondiste cada vez que te invoqué y aumentaste la fuerza de mi alma" por el Papa Francisco, sus intenciones y necesidades, su salud y santidad. Temas... Dos imágenes dominan en el evangelio la respuesta de Jesús a la confesión de fe de Simón Pedro: la imagen de la roca y la de las llaves. Ambas tienen su origen en el Antiguo Testamento, se retoman en el Nuevo y finalmente, como muestra el evangelio, se aplican a la fundación de Jesucristo. La roca. Primero la roca: en los Salmos se designa a Dios constantemente como la Roca, es decir, el fundamento sobre el que puede uno apoyarse incondicionalmente: «Sólo él es mi Roca y mi salvación» (Sal 62,3). Su divina palabra es perfectamente fidedigna, absolutamente segura, incluso cuando esa palabra se hace hombre y como tal se convierte en salvador del pueblo: «Y la ‘roca’ era Cristo» (1Cor 10,4). Sin renunciar a esta su propiedad, Jesús hace partícipe de ella a Simón Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». También la Iglesia participará de esa propiedad de la fiabilidad, de la seguridad total: «El poder del infierno no la derrotará». La transmisión de esta propiedad sólo puede realizarse mediante la fe perfecta, que se debe a la gracia del Padre celeste, y no mediante una buena inspiración humana de Pedro. La fe en Dios y en Cristo, que nos lleva a apoyarnos en ellos con la firmeza y la seguridad que da una roca, se convierte ella misma en firme como la roca sólo gracias a Dios y a Cristo, un fundamento sobre el que Cristo, y no el hombre, edifica su Iglesia. Las llaves. En realidad, la propiedad de ser roca y fundamento contiene ya la segunda cosa: los plenos poderes, simbolizados en la entrega de las llaves a un seguro servidor del rey y del pueblo; las llaves eran entonces muy grandes, por lo que el Señor puede cargar sobre las espaldas de Eliaquín «la llave del palacio de David» casi como una cruz y en todo caso como una grave responsabilidad. Estos son los plenos poderes: «Lo que él abra nadie lo cerrará, lo que el cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). En la Nueva Alianza es Jesús «el que tiene la llave de David, el que abre y nadie cierra, el que cierra y nadie abre» (Ap 3,7). Es la llave principal de la vida eterna, a la que pertenecen también «las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1,18). Y ahora Cristo hace partícipe a un hombre, a Pedro, sobre el que se edifica su Iglesia, de este poder de las llaves que llega hasta el más allá: lo que él ate o desate en la tierra, quedará atado o desatado en el cielo. Advertimos que tanto en la Antigua Alianza como en los casos de Jesús y de Pedro es siempre una persona muy concreta la que recibe estas llaves. No se trata de una función impersonal como ocurre por ejemplo en una presidencia, donde en lugar del titular de la misma puede elegirse a otro. En la Iglesia fundada por Cristo es siempre una persona muy determinada la que tiene la llave. Ninguna otra persona puede procurarse una ganzúa o una copia de la llave que pudiera también abrir o cerrar. Esto vale asimismo para todos aquellos que participan del ministerio sacerdotal derivado de los apóstoles: en una comunidad o parroquia sólo los discípulos-misioneros, colaboradores en la evangelización, tienen las llaves, y no pueden ceder sino compartir para anunciar el Reino. El párroco, por el sacramento de la Reconciliación tiene la llave, pero debe distribuir tareas y «ministerios», para que todos anunciemos responsablemente el Evangelio. La Iglesia, está edificada sobre la roca de Pedro, del que participan todos los ministerios: recemos por el aumento de las vocaciones sacerdotales y por las vocaciones religiosas y laicales. La mejor posible. Ahora la alabanza de Dios en la segunda lectura puede sonar a conclusión: ¡qué ricas y sin embargo insondables son las decisiones de Dios también con respecto a la Iglesia! «¿Quién fue su consejero?». ¿Cómo hubiera podido construirse mejor su Iglesia, de un modo más moderno, más adaptado al mundo de hoy? La Iglesia edificada sobre la roca de Pedro y sobre su poder de las llaves se manifiesta siempre, y también hoy, como la mejor posible. Sugerencias... El episodio de la aparición nocturna de Jesús en el lago (Domingo pasado), cuando Pedro fue hacia Él caminando sobre el agua, se había cerrado con la confesión espontánea de los discípulos: «Realmente eres Hijo de Dios» (Mt 14, 33). Pero en Cesárea de Filipo (Mt 16, 13-20) Jesús provoca otra confesión más completa y oficial. Pregunta a sus discípulos qué dice la gente sobre Él, para inducirlos a reflexionar y a superar la opinión pública mediante el conocimiento más directo e íntimo que tienen de su persona. Algunos del pueblo piensan que es «Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías» (ib 14); no se podía pensar en personajes más ilustres. Sin embargo, entre los tales y el Mesías hay una distancia inmensa, como la que existe entre el Creador y la criatura. Pedro, sin titubear, respondiendo en nombre de los compañeros afirma: «Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (ib 16). Los discípulos han escuchado y parecen haber comprendido. Son ellos, la gente sencilla, a la que el Padre se ha complacido en revelar el misterio. Y como un día había exclamado Jesús: «Te doy gracias, Padre..., porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11, 25), así le dice ahora, a Pedro: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). Sin una iluminación interior dada por Dios no sería posible un acto de fe tan explícito en la divinidad de Cristo. La fe es siempre un don. Y a Pedro, que se ha abierto con presteza singular a este don, le predice Jesús la gran misión que le será confiada: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella» (ib 18). El humilde pescador vendrá a ser la roca firme sobre la que Cristo construirá su Iglesia, como un edificio tan sólido que ningún poder, ni aun diabólico, podrá abatirlo. Y añade: «Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo» (ib 19). En lenguaje bíblico las llaves indican poder: «Colgaré de su hombro las llaves del palacio de David», se lee hoy en la primera lectura (Is 22, 19-23), a propósito de Eliaquín, mayordomo, del palacio real. El poder conferido a Pedro es inmensamente superior; a PEDRO se le dan las llaves, no de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, o sea del reino que ha venido Jesús a instaurar, en la cual Pedro tiene el poder «de atar y de desatar». Potestad tan grande sostenida solamente por el ESPÍRITU SANTO y que sus decisiones son ratificadas «en el cielo» por el mismo Dios. Es desconcertante un tal poder/don otorgado a un hombre y sería inadmisible si Cristo al confiarlo a Pedro, no le hubiese asegurado una asistencia particular. Así Jesús ha querido edificar su Iglesia; y así la Iglesia debe ser aceptada aceptándose juntamente el primado de Pedro que, al igual que ella, es de institución divina. Si esto puede ser objetado por una sociedad excesivamente racionalista e insumisa a toda autoridad, el cristiano auténtico reconoce —y con gratitud— lo que Cristo ha establecido para hacer más seguro a los hombres el camino de la salvación. Por lo demás el hombre no puede pretender en ningún campo juzgar los planes y las acciones de Dios, sino que debe repetir con San Pablo: «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!» (Rm 11, 33; 2a lectura). San Pedro, apóstol, ruega por nosotros.

lunes, 10 de agosto de 2020

HOMILIA Domingo vigésimo del TIEMPO ORDINARIO cA (16 de agosto de 2020)

Domingo vigésimo del TIEMPO ORDINARIO cA (16 de agosto de 2020) Primera: Isaías 56, 1. 6-7; Salmo: Sal 66, 2-3. 5-6. 8; Segunda: Romanos 11, 13-15. 29-32; Evangelio: Mateo 15, 21-28 Nexo entre las LECTURAS El UNIVERSALISMO. El salmo responsorial, que es la plegaria que sintoniza admirablemente con la primera lectura, nos ha hecho suplicar: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben". Una plegaria en consonancia con la misión universal de la Iglesia (Evangelio). Y es que Dios la ha pensado como sacramento de salvación para todos los hombres. El nuevo pueblo de Dios sería infiel a su vocación si se replegara en sí mismo. Cristo lo ha enviado a todo el mundo. He aquí una consecuencia lógica del querer de Dios y de la obra de Cristo. Hay que tener presente la gran afirmación: "Los dones y el llamado de Dios a Israel son irrevocables (segunda lectura) y Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". La Iglesia es, en esta línea y siguiendo la afirmación de san Juan Pablo II, camino hacia el hombre para que el hombre camine hacia Dios. Temas... Los de fuera. Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar en una realidad que se repite en muchas partes: los de dentro y los de fuera. Los de dentro son los que sienten que tienen unos derechos; los de fuera son los que se sienten o son excluidos de ellos. La imagen podría ser la de un club: para entrar, para ser de los de dentro, se necesita haber cumplido unos requerimientos, por ejemplo, el pago de una cuota o la pertenencia a un partido político o una determinada casta. El tema interesa mucho porque en la Biblia vemos a menudo que Dios toma partido por los de fuera, es decir, por los excluidos, por los marginados. ¿Qué quiere decir, adecuadamente, "marginado"? El que ha sido empujado más allá del margen. Ha sido expulsado y ya no es, o nunca se consideró que fuera de "los de dentro" En Egipto los desposeídos y marginados eran los hebreos y podemos decir que Dios "opta" por ellos. Por contraste, quien podía sentirse absolutamente "adentro" y absolutamente dueño de todos los derechos, era el Faraón, pero Dios vino a demostrarle que su engreimiento no valía nada y su presunción era humo y vacío. Excluidos de la Vida. La primera lectura nos presenta un modo de exclusión. Se trata de los extranjeros. En la mentalidad del Antiguo Testamento lo que prima es la idea de que hay un solo pueblo que es el pueblo elegido. El sentido que Dios quería dar a esa elección era este: ser elegido es servir de instrumento y guía de la salvación de los demás pueblos. Sin embargo, un modo cómodo de interpretar las cosas, un modo egoísta pero tentador, era decir que los demás pueblos ya habían sido "descartados." El texto del profeta Isaías se opone a esa interpretación ‘miope y mundana’ de la elección divina. Isaías viene a afirmar que hay promesas de vida y de felicidad para los extranjeros, es decir, para los de fuera. Con eso también está relativizando lo que podía servir de orgullo vano a los israelitas. Cuando los de afuera se adueñan de la casa. La segunda lectura da un paso más en esta misma línea. Resulta que Dios es compasivo y abre la puerta de su misericordia a los pueblos no judíos, es decir, a los que la Biblia llama "gentiles." Los que estaban "lejos" ahora están "cerca" enseña san Pablo, por ejemplo, en el capítulo primero de su carta a los Efesios. Pero ¡cuidado! Estar cerca es empezar a estar "adentro" y existe siempre el peligro de sentirse ya tan adentro que uno empiece a despreciar a los que ahora vinieron a quedar afuera. Pablo sale al paso de esta situación en la segunda lectura de este domingo, mostrando que, si es verdad que el orgullo de aquellos judíos no condujo a nada, no podemos interpretar de ahí que ya ellos han quedado "afuera" para siempre. Al contrario, temerosos de repetir nosotros mismos el ciclo y anhelantes de la gracia y la salvación para todos, tomamos en consideración las palabras de este apóstol: "Así como ustedes antes eran rebeldes contra Dios y ahora han alcanzado su misericordia con ocasión de la rebeldía de los judíos, en la misma forma, los judíos, que ahora son los rebeldes y que fueron la ocasión de que ustedes alcanzarán la misericordia de Dios, también ellos la alcanzarán. En efecto, Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia." Un obstáculo: ¿Por qué Jesús trata así a aquella extranjera? El evangelio de hoy, en cambio, nos presenta un pasaje bastante difícil sobre todo porque la actitud de Jesús resulta francamente desconcertante: ¿por qué hace esperar tanto a esta pobre mujer que clamaba la curación de su hijita? Y si luego va a curarla, ¿por qué con ese lenguaje tan duro, diríamos tan humillante? Para dar un poco de perspectiva a lo sucedido, conviene recordar que Jesús tenía muy claro que su misión, por lo menos en el terreno de lo inmediato, iba dirigida a los miembros del pueblo elegido. Él no se ve a sí mismo como una especie de curandero o de hombre con poderes extraordinarios. A menudo prefirió destacar el papel de la fe de quienes recibían sus milagros, como quitando la atención de sí mismo y desplazándola hacia el acto de fe que el enfermo hacía cuando se curaba. El enfoque de Jesús no es tanto que Él hace cosas, sino que Él es la ocasión de que Dios haga cosas en quienes vuelven hacia Dios. Esto es así porque Jesús básicamente está anunciando que Dios reina, está anunciando el Reinado de Dios como más potente que toda la iniquidad humana y también como más fuerte que todo lo que aflige u oprime a los hombres. En síntesis, Jesús quiere que el protagonista sea el poder de Dios que se hace próximo y activo en nosotros cuando realmente creemos. Es evidente que una curación "fácil" y un encuentro casi accidental con una especie curandero itinerante no son el lugar para realmente reconocer que es Dios el que reina. Esto explica, por lo menos en parte, lo que al principio nos parecía chocante: Jesús no quiere que sus milagros sean anécdotas, sino mensajes que anuncian la llegada del Reino. En el fondo, la demora en conceder esa sanación y el modo de hablarle a esta mujer son una especie de catequesis que quiere mostrar por qué caminos le llega la salvación. Al decirle que está recibiendo migajas de la mesa del pueblo elegido le está mostrando que sólo hay un Dios, que ese Dios se ha revelado al pueblo de la alianza, y que de Él y sólo de Él viene todo bien. El silencio de Jesús. La mujer (así nosotros) sigue rogando; no se cansa. El silencio de Jesús se explica, en el texto, porque solamente ha venido para la casa de Israel. Sin embargo, después de la resurrección, dirá a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15). Este silencio de Dios, a veces, nos atormenta. ¿Cuántas veces nos hemos quejado de este silencio? Pero la cananea se postra, se pone de rodillas. Es la postura de adoración. Él le responde que no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros. Ella le contesta: «Y, sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños» (Mt 15,26-27). Esta mujer está muy despierta desde su humildad. No se enfada, no le contesta mal, sino que le da la razón: ‘Tienes razón, Señor’. Pero consigue ponerlo de su lado. Parece como si le dijera: ‘Soy como un perro, pero el perro está bajo la protección de su amo’. La cananea nos ofrece una gran lección: da la razón al Señor, que siempre la tiene. No hemos de querer tener la razón cuando te presentas ante el Señor (el libro de Job). No debemos ser quejosos sino, más bien, oferentes (esto dice la Virgen en Fátima a los pastorcitos) y, si te quejas, por favor, rezando, acaba diciendo: ¡Señor, que se haga tu voluntad! Sugerencias... 1. La renovación de la oración. Este día nos ofrece la oportunidad de renovar nuestra vida de oración. El mundo agitado y aislado que vivimos muchas veces no nos deja espacio para recoger nuestra alma y alabar a Dios. Nos encontramos en cierto sentido "aturdidos", desparramados por las cosas y los acontecimientos. No siempre somos capaces de reservar algunos minutos para la oración personal. Será muy útil, pues, crear aquellas condiciones necesarias para entablar un contacto más cercano y espontáneo con Dios Nuestro Señor. Lo podemos hacer renovando nuestras oraciones de niñez, las que ofrecíamos a Dios al levantarnos y al ir a descansar. Lo podemos hacer al bendecir la mesa y pedir a Dios por nuestra familia y nuestros hijos y por todos. ¡Qué experiencia tan profunda la de la familia que reza unida! (San Pablo VI) ¡Cómo se queda grabada en la mente de los niños las oraciones recitadas al lado de la madre o del padre, de los abuelos o mayores! Los testimonios de personas que vuelven a la fe después de muchos años de abandono son elocuentes: lo primero que hacen es volver a las oraciones infantiles que aprendieron de boca de sus madres; volver a las oraciones básicas del cristianismo, sobre todo el Padre Nuestro y el Ave María. No saben más y empiezan a repetir el "Ave" María" una tras otra dando a su espíritu la paz y el espacio que necesitan en medio del vértigo de la jornada. Reavivemos nuestra fe en la oración. Impongámonos esa ascesis que supone el dedicar unos minutos cada día al silencio interior y al diálogo profundo con Dios. Nuestra alma ganará en paz, en esperanza, en fortaleza para enfrentar los ‘avatares’ de la vida. 2. El amor no se detiene ante las dificultades. Es verdad, el amor no conoce la dilación, no conoce los obstáculos. El amor está en continua actitud de donación y de sacrificio en bien de la persona amada. Esto es lo que vemos en la mujer cananea y en TODOS los mártires. Su petición a Jesús está toda en favor de su hija y de los necesitados e imploran la conversión propia y la de los demás.

lunes, 3 de agosto de 2020

HOMILÍA 6 de agosto. LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR. Fiesta. Ciclo A. (2020)

6 de agosto. LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR. Fiesta. Ciclo A. (2020) Primera: Daniel 7, 9-10. 13-14; Salmo: Sal 96, 1-2. 5-6. 9; Segunda: 2 Pedro 1, 16-19; Evangelio: Mateo 17, 1-9 Nexo entre las LECTURAS… Temas… El evangelio, que nos narra la escena de la Transfiguración, es el mismo que escuchamos el segundo Domingo de Cuaresma. Pero entonces no se nos presentaba como una conmemoración del hecho acontecido como un indicativo en el camino cuaresmal de la realidad futura a la que estamos llamados los que hacíamos un camino de conversión y penitencia. La fiesta de hoy nos conduce más directamente a la contemplación de Cristo, que se nos muestra con el esplendor de su gloria, y a la alabanza de aquel que, en esta visión, nos ha querido manifestar cuál es la esperanza de la realidad a la que estamos llamados aquellos que en Él creemos. Unidad de las Lecturas Quizás, más que en otras ocasiones, las lecturas de hoy presentan una unidad que va creciendo a medida que se van sucediendo los textos. Nos hallamos ante un primer texto profético en el que la Iglesia nos descubre la gloria que Cristo había de alcanzar; y hace esto por medio de las afirmaciones del salmo ("El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra"). El texto de la segunda Lectura es una "catequesis" que nos dispone admirablemente para escuchar y comprender el alcance del relato evangélico, culminación de la liturgia de la Palabra. Sería bueno empezar la homilía recordando el itinerario seguido por los textos que se han escuchado, antes de centrarse en el mismo texto evangélico. La escena de la Transfiguración: La escena evangélica es suficientemente conocida, pero conviene recordar sus detalles. Jesús se hace acompañar por los apóstoles elegidos para ser testigos de algunos de los acontecimientos más importantes de su vida. A su lado están Moisés y Elías: la Ley y los Profetas. También ellos recibieron en la montaña la Ley, signo de la Alianza de Dios con su pueblo, y la ratificación de la Alianza (cf. Éxodo 19-20 y 1 Reyes 19). La nube es signo de la presencia de Dios, del Dios que, por medio de su palabra, reconoce como Hijo suyo al Cristo gloriosamente transfigurado. Un comentario cierto del hecho, por un testigo: El texto de san Pedro es el mejor comentario -escuchado por todos los fieles de la transfiguración del Señor. Es cierto que hay otros muy buenos (uno de Atanasio Sinaíta y uno de san León Magno. Pero el texto del apóstol Pedro los supera a todos. Él empieza subrayando la realidad del hecho, y lo hace como testigo que ha "visto" y ha "oído". Con Juan y Santiago, él ha contemplado la grandeza de Jesucristo, nuestro Señor, y ha escuchado la voz del Padre, no sólo reconociendo en Jesús a su Hijo sino también dándole honor y gloria, esto es, reconociendo el triunfo que iba a alcanzar. En la transfiguración constata Pedro el cumplimiento de las profecías. Por eso nos exhorta a escuchar la voz de los profetas. Porque nos hablan de Cristo, nos conducen hasta la luz de Cristo, luz que ha de iluminar nuestros corazones. Fijémonos que escuchar a los profetas es el primer paso para escuchar al mismo Cristo. No hay contradicción sino una plena complementación entre lo que afirma Pedro (escuchar a los profetas) y lo que nos dice la voz del Padre (que escuchemos a su Hijo). No podemos ser nosotros "testigos oculares" de Cristo transfigurado. Esto sólo lo podemos hacer, mediante los ojos de la fe, gracias al testimonio apostólico. Lo que sí podemos hacer, como los apóstoles, es escuchar la voz de Cristo (como nos manda la Virgen), si queremos llegar a ser con él "coherederos de su gloria" (colecta). En esta misma línea hallamos "comentado" por la Iglesia el hecho de la transfiguración cuando afirma en el prefacio que este hecho "al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya". La fiesta de hoy confirma en nosotros esta esperanza. Una Consideración Litúrgica: El episodio evangélico de la transfiguración de Cristo nos invita también a fijarnos en un aspecto importante de toda la celebración litúrgica. Como los apóstoles, que reconocieron cuán bien estaban allí contemplando al Señor glorioso, pero que muy pronto tuvieron que bajar del monte y acompañar a Cristo hacia Jerusalén donde sufriría la pasión, también nosotros, al participar de la liturgia, gustamos por unos momentos cuán excelente y lindo y gozoso es estar unidos al Señor de la gloria y a los dones que son prenda de los bienes del cielo, pero muy pronto tendremos que volver al esfuerzo constante de la vida cristiana cotidiana, cuando nos dan la bendición… y nos dice… VAYAMOS EN PAZ a anunciar con palabras con obras las maravillas de la salvación. La liturgia nos permite vivir momentos de intensa comunión con las realidades más santas y, al mismo tiempo, nos ayuda a vivir "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo". Pedimos a Dios que al celebrar con fe y alegría la fiesta de la Transfiguración nos ayude a valorar la importancia de estos dos aspectos de la vida litúrgica. Sugerencias... La fiesta de la Transfiguración del Señor sugiere espontáneamente el tema de la luz, de la epifanía diurna, de la vida cristiana que se da y se abre despreocupada, con toda naturalidad ante los ojos de todos. No viendo en ella misma nada de que se tenga que avergonzar, tampoco tiene que disimular nada de la Palabra de Dios que la nutre. Se siente segura (la Iglesia) y firme con la firmeza de la verdad, por eso no teme mostrarse tal como es (débil y pecadora) y esplendorosa a la vista de los hombres. Sin necesidad de cubrirse con velo alguno, aparece ante aquellos que buscan la verdad. Hoy, sin la montaña del espectáculo, lo que se transfigura es la palabra de Dios ante los ojos del pueblo que ha tenido el coraje, la determinada determinación, de subir la cuesta de la conversión del Señor, y ha remontado las alturas de horizontes libres donde aletea el Espíritu de Dios con toda libertad. Estos, los que viven en el Espíritu, son hoy los invitados a la fiesta de la transfiguración, epifanía de la palabra de Dios. Los otros permanecen abajo, sin que sospechen siquiera lo que puede pasar sobre las cimas, en las alturas. Pablo los señala como "aquellos que corren hacia la perdición". Nosotros, en cambio, igualmente inexcusables por lo que toca a la severidad en nuestros juicios, y quién sabe si no hijos de una Iglesia más humana y acogedora, podemos contentarnos diciendo que los de abajo «se lo pierden». Pero realmente lo pensamos así porque disfrutamos del gozo de vivir en la libertad del espíritu, y la manifestación de la PALABRA ha hecho resplandecer en nuestros corazones «el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en Cristo». No obstante, no siempre es así, no siempre la proclamación de la palabra de Dios ablanda y libera a los espíritus. O ¿no es siempre la palabra la que se proclama? Después de todo, la transfiguración no se produce por deseo y querer de los espectadores. Además, podría muy bien ser que, aun creyendo encontrarnos arriba, en la cima de la montaña, estuviéramos todavía abajo, viviendo preocupados por nuestras cosas (terrenales), sin saber vivir al raso, sino buscando refugio, acudiendo a Jesús para que nos eche una mano. Es verdad, a veces causa extrañeza el hecho de que en el seno de la comunidad cristiana no estalle y no se sienta más a menudo el alegre clamor: «¡Señor, qué bien estamos aquí!» (Mt 17,4). Mas Temas… - La transfiguración de Jesús se sitúa evangélicamente en un momento crucial de su ministerio, a saber, después de la confesión mesiánica de Pedro en Cesárea de Filipo. Incomprendido por el pueblo y rechazado por las autoridades, Jesús se dedica en la segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos para confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos caras de la misión de Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de subida, que para los discípulos es entrega incomprensible a la muerte; la otra, gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria futura. - En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas (choza, acampada, Moisés y Elías); cristológicas (Hijo de Dios, entronización mesiánica) y epifánicas (montaña, transfiguración, nube, voz) que describen a Jesús como Kyrios, con un señorío eminentemente pascual. La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las Escrituras; la «tienda» es signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es relato de una teofanía o de una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que tiene cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de Dios, que simboliza el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que equivale a la misión en la sociedad. - La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión. Discípulos-misioneros de Jesús son quienes aceptan la llamada de una voz o la palabra de Dios decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña «encarnarse», es decir, aceptar con seriedad la vida misma, con ráfagas de «visión» y torbellinos de «pasión», con la esperanza de salir victoriosos del combate de la misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado. Jesús se hace prójimo de todos los hombres mediante la entrega de su propia vida. ¿Tenemos experiencia personal de Dios?

HOMILÍA Domingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020)

Domingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020) Primera: 1Reyes 19, 9.11-13a; Salmo: Sal 84, 9-14; Segunda: Romanos 9, 1-5; Evangelio: Mateo 14, 22-33 Nexo entre las LECTURAS Dios se revela a Elías en el suave susurro de la brisa sobre el monte Horeb (primera lectura); Jesucristo se revela a los discípulos como Hijo de Dios mediante su señorío sobre las aguas agitadas del mar y sus misteriosas palabras: "Yo soy, no tengan miedo" (Evangelio). Por su parte, Pablo es muy consciente de que Dios se ha revelado al pueblo de Israel: "Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas" (Rom 9,4). La respuesta de Elías es de temor sagrado ante la presencia del Señor: "Se cubrió el rostro con su manto" (1Re 19,13). La respuesta-actitud de Pedro es de duda y surge el: "Señor, sálvame" (Mt 14,31), mientras que la del conjunto de los discípulos es de fe: "Verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mt 14,33). Pablo sabe muy bien que el pueblo de Israel ha dado una respuesta desacertada y no ha sido fiel a la revelación divina, por eso le invade una gran tristeza y un continuo dolor del corazón (segunda lectura). Revelación de Dios, respuestas del hombre: tema central, nexo. Temas... 1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a Él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que Él está muy por encima de su pobre humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: Él es un ‘pobre hombre’ como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera. Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella muestran su divinidad más profundamente que sus milagros. Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple «Soy Yo» del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre». 2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó/percibió «un susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3). 3. No sin los hermanos. Pablo lamenta, en la segunda lectura, que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios. Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en Él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos esperaban de su Mesías. San Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de Él que también los débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos. Sugerencias... La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se revelé a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: «Sal -oye que le dicen, y aguarda al Señor en el monte». Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- «en el viento..., en el terremoto.… en el fuego no estaba el Señor». Todo ya en calma, «se escuchó un susurro»; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto, «se cubrió el rostro con el manto». Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo qué expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para mostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la Vida, se refugia en Él. En un contexto totalmente diferente, presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras Él, despedida la muchedumbre, y va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que «se fatigaban remando» (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos «andando sobre el agua», y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» (Mt 14, 27); y Pedro más osado dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua» (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustado por la violencia del viento, está ‘para’ hundirse e invoca: «¡Señor, Sálvame!» (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo. En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el Invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en Él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso los discípulos, y especialmente Pedro, tratan con Él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: «¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?». La poquedad de la fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las dificultades y por eso le pone a punto de naufragar. Pero donde la fe es viva, donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia, no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor se extenderá invisible para salvar la barca, la Iglesia, lo mismo que a cada fiel. La verdadera respuesta, la que hemos de buscar para nosotros mismos y para quienes entrarán en contacto con nosotros, es la respuesta completa, segura, responsable: LA OBEDIENCIA DE LA FE. Nuestra Señora del SI, ruega por nosotrosDomingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020) Primera: 1Reyes 19, 9.11-13a; Salmo: Sal 84, 9-14; Segunda: Romanos 9, 1-5; Evangelio: Mateo 14, 22-33 Nexo entre las LECTURAS Dios se revela a Elías en el suave susurro de la brisa sobre el monte Horeb (primera lectura); Jesucristo se revela a los discípulos como Hijo de Dios mediante su señorío sobre las aguas agitadas del mar y sus misteriosas palabras: "Yo soy, no tengan miedo" (Evangelio). Por su parte, Pablo es muy consciente de que Dios se ha revelado al pueblo de Israel: "Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas" (Rom 9,4). La respuesta de Elías es de temor sagrado ante la presencia del Señor: "Se cubrió el rostro con su manto" (1Re 19,13). La respuesta-actitud de Pedro es de duda y surge el: "Señor, sálvame" (Mt 14,31), mientras que la del conjunto de los discípulos es de fe: "Verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mt 14,33). Pablo sabe muy bien que el pueblo de Israel ha dado una respuesta desacertada y no ha sido fiel a la revelación divina, por eso le invade una gran tristeza y un continuo dolor del corazón (segunda lectura). Revelación de Dios, respuestas del hombre: tema central, nexo. Temas... 1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a Él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que Él está muy por encima de su pobre humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: Él es un ‘pobre hombre’ como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera. Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella muestran su divinidad más profundamente que sus milagros. Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple «Soy Yo» del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre». 2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó/percibió «un susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3). 3. No sin los hermanos. Pablo lamenta, en la segunda lectura, que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios. Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en Él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos esperaban de su Mesías. San Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de Él que también los débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos. Sugerencias... La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se revelé a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: «Sal -oye que le dicen, y aguarda al Señor en el monte». Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- «en el viento..., en el terremoto.… en el fuego no estaba el Señor». Todo ya en calma, «se escuchó un susurro»; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto, «se cubrió el rostro con el manto». Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo qué expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para mostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la Vida, se refugia en Él. En un contexto totalmente diferente, presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras Él, despedida la muchedumbre, y va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que «se fatigaban remando» (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos «andando sobre el agua», y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» (Mt 14, 27); y Pedro más osado dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua» (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustado por la violencia del viento, está ‘para’ hundirse e invoca: «¡Señor, Sálvame!» (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo. En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el Invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en Él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso los discípulos, y especialmente Pedro, tratan con Él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: «¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?». La poquedad de la fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las dificultades y por eso le pone a punto de naufragar. Pero donde la fe es viva, donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia, no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor se extenderá invisible para salvar la barca, la Iglesia, lo mismo que a cada fiel. La verdadera respuesta, la que hemos de buscar para nosotros mismos y para quienes entrarán en contacto con nosotros, es la respuesta completa, segura, responsable: LA OBEDIENCIA DE LA FE. Nuestra Señora del SI, ruega por nosotros

HOMILIA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024)

  VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (29 de marzo 2024) Primera : Isaías 52,13 – 53,12;  Salmo : Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25;  Segunda :...