lunes, 26 de marzo de 2018

HOMILÍA VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (30 de marzo 2018)

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (30 de marzo 2018)
PrimeraIsaías 52,13 – 53,12; Salmo: Sal 30, 2.6.12-13.15-16.17.25; Segunda: Hebreos 4, 14-16; 5,7-9 Evangelio: Juan 18, 1 – 19, 42
Nexo entre las LECTURAS
"Nosotros", "nuestros" son términos repetidos en los textos litúrgicos del Viernes Santo. No es un "nosotros" sin adición alguna, sino con una nota muy propia: en cuanto pecadores. En el cuarto canto del Siervo de Yahvéh los términos son frecuentes: "Con sus llagas nos curó", "nosotros lo creíamos castigado...", "llevaba nuestros dolores", "eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban", etc. (primera lectura). En la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos hallamos frases como "mantengámonos firmes en la fe que profesamos", o "no tenemos (en él) un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades;". También en el Evangelio, aunque no se empleen los términos, están implícitos en toda la narración de la pasión y muerte de Jesús según san Juan, que fue "por nosotros los hombres y por nuestra salvación".
Temas...
Jesús, siervo de Yahvéh. El misterio de Jesús, Varón de dolores, constituye una paradoja a la mentalidad común de los hombres. Es el misterio formidable de la cruz, no como suplicio o castigo, sino como instrumento de salvación y trono de gracia. En el siglo V antes de Cristo, el autor de los cantos del Siervo de Yahvéh intuyó ya con gran realismo el desafío, imponente para la razón humana, de un hombre amado por Dios y al mismo tiempo humillado en su dignidad hasta el punto de "no parecer hombre ni tener aspecto humano". ¿Cómo es posible tal situación? No son los hombres quienes la hacen posible, sino únicamente el poder de Dios. Ciertamente, el amor de Dios brilla en la bendición que otorga a sus elegidos y amigos, y esto la mente humana lo percibe con claridad. Pero no resulta tan claro para el hombre el resplandor del poder divino en el desprecio, sufrimiento y muerte ignominiosa de aquellos que Él ama. ¿Cómo comprender que el poder divino se nos muestre tan impotente? He aquí el misterio del Siervo de Yahvéh, el misterio de Jesús en las largas horas de la noche del jueves y del viernes de pasión. Jesús, sufriendo hasta la muerte de cruz, encarna en sí y realiza plenamente la figura del Siervo de Yahvéh, y pone así en evidencia el gran misterio del poder-amor de Dios, desconcertante si lo consideramos aisladamente, pero eficaz y profundo si no lo separamos del misterio de la resurrección.
Cristo, sumo sacerdote. La carta a los Hebreos nos ofrece otro rostro de Jesús: el de sumo sacerdote que expía por los pecados del pueblo. En la liturgia hebrea, sólo el día de la expiación podía el sumo sacerdote descargar sobre el chivo expiatorio los pecados de toda la nación y así entrar purificado en el lugar santísimo del antiguo Templo y, en la presencia misma de Dios, ofrecerle la sangre purificadora de las víctimas sacrificadas. Para nosotros, los cristianos, el verdadero día de la expiación es el viernes de pasión, en que Jesús rasga el velo del templo, entra en el santuario de Dios y se ofrece a sí mismo como víctima de propiciación por los pecados del mundo. La sangre de Jesús oferente es la sangre preciosa del Hijo que purifica los pecados del mundo y reconcilia la humanidad con Dios. En la pasión, Cristo, sacerdote de la nueva alianza, abre las puertas del perdón y de la salvación a todos los hombres bien dispuestos: "Se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen". Para el hombre salvarse equivale, por tanto, a reconocer a Cristo como sumo sacerdote de la nueva alianza en su sangre.
Cristo, rey sobre el trono de la cruz. Es algo característico del evangelio según san Juan presentar la figura de Jesús, en todo el camino de la pasión, como un gran rey que va a tomar posesión de su reino. En Getsemaní revela, a los que quieren prenderle, que abraza libremente la pasión, mediante un gesto de poder divino (Jn 18,6). A Anás le responde con una dignidad verdaderamente real (Jn 18, 20.21). A Pilato le confiesa su realeza, una realeza asentada sobre el poder de la verdad y del amor (Jn 18,36-37). Pilato, por su parte, presentará a Jesús ante los judíos con estas palabras: "¡He aquí a su rey!" (Jn 19,14). Finalmente, aunque los judíos han declarado que no tienen otro rey que el César, Pilato manda colocar sobre la cruz un letrero con esta inscripción: "Jesús de Nazaret, el rey de los judíos" Jn 19,19), y además en tres lenguas (hebreo, latín y griego), para que todo el mundo se enterara. Sólo Dios puede hacer de la cruz un trono, de un ajusticiado un rey soberano, de un hombre viejo un hombre nuevo, y más, prototipo de la humanidad. Sobre la cruz refulge el rostro de Cristo, sangriento y deforme, pero ya transfigurado por un poder real que lo corona y lo ensalza y lo constituye vencedor del pecado y de la muerte, Señor de los hombres y de la historia.
Sugerencias...
Jesús, hermano universal. Se suele decir que todos somos hermanos porque todos somos hijos de Adán. Como cristianos, hemos de decir, además, que somos hermanos porque Cristo nos ha hermanado a todos haciéndonos hijos de Dios. Jesús, tanto por su condición humana como por su filiación divina. Además, amó y ama a todos, perdonó y perdona a todos, recibió y recibe a todos, a todos les ofreció y ofrece su salvación, a todos ayudó y ayuda con su poder sobre las fuerzas naturales. Es Hermano que nos comprende, porque ha vivido la experiencia humana en plenitud, ha sido tentado como nosotros, ha sufrido como nosotros y más que nosotros. Es Hermano cuyo poder nos fortalece ante nuestro pecado y debilidad, cuyo amor nos anima a amar a nuestros hermanos como Él nos ama, cuya ayuda nos conforta en los momentos de prueba y dificultad, cuyo consuelo nos infunde paz y alegría aun en el dolor, cuya grandeza de espíritu nos eleva hacia las alturas de Dios y nos invita a vivir y practicar las virtudes... Hemos de confesar a Jesús como Dios-Hermano ante los demás, para que Él nos reconozca ante el Padre celestial. Todos somos hermanos de Jesús porque nos ha redimido, y todos estamos llamados a practicar la fraternidad en Cristo Jesús, el hermano verdadero que nunca nos fallará. En un mundo en que los lazos familiares son a veces tan efímeros y quebradizos, ha de ganar cada vez mayor consistencia la fraternidad fundada en Jesucristo (cfr. Catequesis del Papa Francisco).
Confianza en Cristo salvador. Jesús, como Siervo de Yahvéh ha descargado sobre sí nuestros pecados. En cuanto sumo Sacerdote de la nueva alianza ha rasgado el velo que separaba al hombre de Dios y ha dado acceso al hombre a la misma intimidad del Padre y del misterio de Dios. Como rey, que tiene su trono en la cruz, ha dignificado el dolor humano y lo ha puesto al servicio de su reino de verdad, de justicia y de amor. ¿Cómo no vamos a tener confianza en él? Es la confianza de quien se apoya en roca y no en arena movediza; de quien sirve a un rey poderoso, que nos asegura la victoria sobre nuestro egoísmo y nuestro pecado, cualquiera que éste sea; de quien, como sumo y eterno sacerdote, nos purifica de toda mancha y nos otorga el don de su gracia y amistad. Confianza porque es un rey, no altanero, sino manso y humilde de corazón; porque es el siervo de Yahvéh, muy consciente de que ha venido no a ser servido sino a servir y a dar su vida para rescate de muchos; porque es un sumo sacerdote que nos comprende porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer (Heb 5,9). ¿Seremos capaces de confiar en Él? Escuchemos con gozo la voz de Jesús: “Tengan confianza. Yo he vencido al mundo”, como enseña el Papa Francisco en muchas de sus homilías.
María, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros. Pedimos al Señor que, así como ha querido que la Virgen Madre estuviera junto al Hijo moribundo para participar de sus dolores, también nosotros, imitando a la Virgen, acompañemos generosamente a tantos hermanos que sufren para llevarles Su amor y Su consuelo.




Otra manera de acercarse a la Liturgia del Viernes...
Las grandes lecturas de la liturgia de hoy giran en torno al misterio central de la cruz… un misterio que ningún concepto humano puede expresar adecuadamente. Pero las tres aproximaciones bíblicas tienen algo en común: que el milagro inagotable e inefable de la cruz se ha realizado «por nosotros». El siervo de Dios de la primera lectura ha sido ultrajado  por nosotros, por su pueblo; el sumo sacerdote de la segunda lectura, a gritos y con  lágrimas, se ha ofrecido a sí mismo como víctima a Dios para convertirse, por nosotros, en el  autor de la salvación; y el rey de los judíos, tal y como lo describe la pasión según san Juan,  ha «cumplido» por nosotros todo lo que exigía la Escritura, para finalmente, con la sangre y  el agua que brotó de su costado traspasado, fundar su Iglesia para la salvación del mundo.

El siervo de Yahvé. Que amigos de Dios intercedieran por sus hermanos los hombres, sobre todo por el pueblo elegido, era un tema frecuente en la historia de Israel: Abrahán intercedió por Sodoma, la ciudad llena de pecado; Moisés hizo penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches por el pecado de Israel y suplicó a Dios que no abandonara a su pueblo; profetas como Jeremías y Ezequiel tuvieron que soportar las pruebas más terribles por el pueblo.  Pero ninguno de ellos llegó a sufrir tanto como el misterioso siervo de Dios de la primera lectura: el «hombre de dolores» despreciado y evitado por todos, «herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes... que entregó su vida como expiación". Pero este sacrificio produce su efecto: «Sus cicatrices nos curaron». Se trata ciertamente de una visión anticipada del Crucificado, pues es imposible que este siervo sea el pueblo de Israel, que ni siquiera expía su propio pecado. No, es el siervo plenamente sometido a Dios, en el que Dios «se ha complacido», sólo Dios, pues ¿quién sino Él se preocupa de su destino? Durante siglos este siervo de Dios permaneció desconocido e ignorado por Israel, hasta que finalmente encontró un nombre en el Siervo Crucificado del Padre.

El sumo sacerdote. En la Antigua Alianza el sumo sacerdote podía entrar una vez al año en el Santuario y rociarlo con la sangre sacrificial de un animal. Pero ahora, en la segunda lectura, el sumo  sacerdote por excelencia entra «con su propia sangre» (Hb 9,12), por tanto como sacerdote  y como víctima a la vez, en el verdadero y definitivo santuario, en el cielo ante el Padre; por  nosotros ha sido sometido a la tentación humana; por nosotros ha orado y suplicado a Dios en la debilidad humana, «a gritos y con lágrimas»; y por nosotros el Hijo, sometido eternamente al Padre, «aprendió», sufriendo, a obedecer sobre la tierra, convirtiéndose así  en «autor de salvación eterna» para todos nosotros. Tenía que hacer todo esto como Hijo de Dios para poder realizar eficazmente toda la profundidad de su servicio y sacrificio obedientes.
El rey. En la pasión según san Juan Jesús se comporta como un auténtico rey en su sufrimiento: se deja arrestar voluntariamente; responde soberanamente a Anás que Él ha hablado abiertamente al mundo; declara su realeza ante Pilato, una realeza que consiste en ser testigo de la verdad, es decir, en dar testimonio con su sangre de que Dios ha amado al mundo hasta el extremo. Pilato le presenta como un rey inocente ante el pueblo que grita «crucifícalo». «¿Al rey de ustedes voy a crucificar?», pregunta Pilato, y, tras entregar a Jesús para que lo crucificaran, manda poner sobre la cruz un letrero en el que estaba escrito: «El rey de los judíos». Y esto en las tres lenguas del mundo, irrevocablemente. La cruz es el trono real desde el que Jesús «atrae hacia él» a todos los hombres, desde el que funda su Iglesia, confiando su Madre al discípulo amado, que la introduce en la comunidad de los apóstoles, y culmina la fundación confiándole al morir su Espíritu Santo viviente, que infundirá en Pascua.

Los tres caminos conducen, desde sitios distintos, al «refulgente misterio de la cruz» (fulget crucis mysterium); ante esta suprema manifestación del amor de Dios, el hombre sólo puede prosternarse en actitud de adoración.

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