martes, 4 de diciembre de 2018

HOMILIA Solemnidad de la INMACULADA CONCEPCIÓN (8 de diciembre de 2018)

Primera: Génesis 3, 9-15.20; Salmo: Sal 97, 1. 2-3b. 3c-4; Segunda: Éfeso 1, 3-6. 11-12; Evangelio: Lucas 1, 26-38 Nexo entre las LECTURAS Las palabras del ángel a la Virgen María: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» nos dan el sentido profundo de la solemnidad que hoy celebramos. El ángel se dirige a María como si su nombre fuese precisamente «la llena de gracia» (Evangelio). A lo largo de los siglos la Iglesia ha tomado conciencia de que María –«llena de gracia»– había sido redimida por Dios desde su concepción. Se trata de un singular don concedido a María para que pudiese dar el libre asentimiento de su fe al anuncio de su vocación. Era necesario que ella estuviese totalmente habitada por la gracia de Dios para responder adecuadamente al plan de Dios sobre ella (Prefacio). El Padre eligió a María «antes de la creación del mundo para que fuera santa e inmaculada en su presencia en el amor» (Cfr. Ef 1,4). El así llamado “protoevangelio” del libro del Génesis, por su parte, hace presente la promesa de un redentor: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón» (1 Lectura). En la carta a los Efesios (2 Lectura) san Pablo indica cómo el Padre nos ha elegido desde la eternidad en Cristo para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor. El primer fruto excelente de este plan salvífico es María, quien, en previsión de los méritos de Cristo, fue preservada de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción. Temas... 1. La fiesta de la Inmaculada entona perfectamente con el espíritu del Adviento; mientras la Iglesia se prepara a la venida del Redentor, es muy justo acordarse de aquella mujer –«la Purísima»– que fue concebida sin pecado porque debía ser su madre. La misma promesa del Salvador está unida, más aún incluida en la promesa de esta Virgen singular. Después de haber maldecido a la serpiente tentadora, dijo el Señor: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza…» (Gn 3, 15). Con María comienza la lucha entre el linaje de la mujer y el linaje de la serpiente; lucha desde el primer origen de la Virgen, habiendo sido ella concebida sin mancha alguna de pecado y por lo tanto en completa oposición a Satanás. Lucha que se convertirá en hostilidad gigantesca y se resolverá en victoria cuando Jesús el «linaje» de María, vendrá al mundo y con su muerte destruirá el pecado. De esta manera la vocación de María ocupa un primer plano en la historia de la salvación: ella es la madre del Redentor y al mismo tiempo su primera redimida, preservada de toda sombra de culpa en previsión de los merecimientos de Jesús. Sin embargo, el privilegio de la Inmaculada no consiste sólo en la ausencia del pecado original, sino mucho más en la plenitud de su gracia. «La Madre de Jesús, que dio a luz la Vida misma que renueva todas las cosas... fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan gran dignidad... enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular» (LG 56). El saludo de Gabriel: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 8) constituye el testimonio más válido de la inmaculada concepción de María, ya que no sería en sentido total «llena de gracia» si el pecado la hubiera tocado aunque no fuera más que por un levísimo instante. De esta manera la Virgen comenzó su existencia con una riqueza de gracia mucho más abundante y perfecta que la que los más grandes santos alcanzan al final de su vida. Si consideramos luego su absoluta fidelidad y su total disponibilidad para con Dios, se podrá intuir a cuáles alturas de amar y de comunión con el Altísimo haya llegado, precediendo «con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas» (LG 53). 2. Al texto evangélico que presenta a María como «llena de gracia» corresponde a la carta de San Pablo a los Efesios: «Bendito sea Dios… que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor (caridad)» (1, 3-6). La Virgen ocupa el primer puesto en la bendición y en la elección de Dios, ya que es la única criatura santa e inmaculada en sentido pleno y absoluto. En María la bendición divina ha producido el fruto más hermoso y perfecto. Y esto no solo porque fue bendecida y elegida «en Cristo», en previsión de sus méritos, sino también en función de Cristo, para que fuese su madre. Hoy la iglesia invita a sus hijos a alabar a Dios por las maravillas realizadas en esta humilde Virgen: «Canten al Señor un cántico nuevo porque ha obrado maravillas» (Salmo responsorial): la maravilla de haber roto la cadena del pecado de origen que tiene atados a todos los hijos de Adán, aplicando a María, antes que se llevase a efecto históricamente, la obra de salvación que Jesús, naciendo de ella, habría de realizar. La Virgen de Nazaret encabeza así las filas de los redimidos: con ella comienza la historia de la salvación, a la cual ella misma colabora dando al mundo Aquel por quien los hombres serán salvados. Cuantos creen en el Salvador no hacen más que seguir a María, y tras ella y no sin su ‘mediación’ han sido bendecidos y elegidos por Dios «en Cristo para ser santos e inmaculados... en caridad». Este maravilloso plan divino que se cumplió en María con una plenitud singular y privilegiada, debe realizarse también en cada uno de los creyentes según la medida establecida por el Altísimo. Para ello no tiene más que seguir cada uno –en su vida– el modelo de María, imitándola en su fidelidad a la gracia y en su incesante apertura y entrega a Dios. Y así como la plenitud de gracia de María floreció en plenitud de amor a Dios y a los hombres, también en los creyentes la gracia debe madurar en frutos de caridad hacia Dios y hacia los hombres, para gloria del Altísimo y aumento de la Iglesia y salvación de todos, especialmente de los pobres, débiles y sufrientes, los ‘de la periferia’… 3. Es muy justo y conveniente, Dios todopoderoso, que te demos gracias y que con la ayuda de tu poder celebremos la fiesta de la Bienaventurada Virgen María. Pues de su sacrificio floreció la espiga que luego nos alimentó con el Pan de los ángeles. Eva devoró la manzana del pecado, pero María nos restituyó el dulce fruto del Salvador. ¡Cuán diferentes son las empresas de la serpiente y las de la Virgen! De aquélla provino el veneno que nos separó de Dios; en María se iniciaron los misterios de nuestra redención. Por causa de Eva prevaleció la maldad del tentador: en María encontró el Salvador una cooperadora. Eva con el pecado mató a su propia prole; pero ésta resucitó en María por gracia del Creador que sacó a la humana naturaleza de la esclavitud. devolviéndola a la antigua libertad. Cuanto perdimos en nuestro común padre Adán, lo hemos recobrado en Cristo. (Prefacio Ambrosiano. Sugerencias... El cultivo de la vida de gracia. Al contemplar a María Inmaculada apreciamos la belleza sin par de la creatura sin pecado: «Toda hermosa eres María». La Gracia concedida a María inaugura todo el régimen de Gracia que animará a la humanidad hasta el fin de los tiempos. Al contemplar a María experimentamos al mismo tiempo la invitación de Dios para que, aunque heridos por el pecado original, vivamos en gracia, luchemos contra el pecado, contra el demonio y sus acechanzas. Los hombres tenemos necesidad de Dios, tenemos necesidad de vivir en gracia de Dios para ser realmente felices, para poder realizarnos como personas y ser verdaderamente humanos y solo se alcanza si somos cristianos (Papa Francisco). Y la gracia la tenemos en Cristo. En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Somos creados de nuevo! ... El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes– debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo (san Juan Pablo II; Redemptor Hominis 10). Para vivir en gracia es necesario: orar y vigilar. La oración nos da la fuerza que viene de Dios. La vigilancia rechaza los ataques del enemigo. Vigilemos atentamente para rechazar las tentaciones que nos ofrece el mundo: el placer desordenado, el poder y la negación del servicio, la avaricia, el desenfreno sexual, las pasiones, toda clase de ideologías… Por el contrario, formemos una conciencia que busque, en todo, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo en Dios. Nuestra participación en la obra de la redención. La peregrinación que nos corresponde vivir al inicio de este Año Litúrgico tiene mucho de peregrinación ascendente y de combate apostólico y de conquistas para la casa de Dios que es la Iglesia y el Mundo. Aquella enemistad anunciada en el protoevangelio sigue siendo hoy en día una dramática realidad, se trata de una especie de combate del espíritu, pues las fuerzas del mal se oponen al avance del Reino de Dios. Vemos que, por desgracia, sigue habiendo guerras, muertes, crímenes, olvido de los más pobres, débiles y sufrientes y más todavía puesto que hoy se generar nuevas y más profundas clases de marginalidad y exclusión. Advertimos amenazas, en otro tiempo desconocidas, para el género humano: la manipulación genética, la corrupción del lenguaje, la amenaza de una destrucción total, el eclipse de la razón ante temas fundamentales como son la familia, la defensa de la vida desde su concepción hasta su término natural, el relativismo y el nihilismo que conducen a la pérdida total de los valores (san Pablo VI, Papa). Nuestro peregrinar cristiano por esta tierra, más que el paseo del curioso transeúnte tiene rasgos del hombre que conquista terreno para su ‘bandera’ (cfr.: san José Gabriel Brochero). Nuestro peregrinar es un amor que no puede estar sin obrar por amor de Jesucristo, el Jefe supremo (san Ignacio de Loyola). Es anticipar la llegada del Reino de Dios por la caridad. Es avanzar dejando a las espaldas surcos regados de semilla. No nos cansemos de sembrar el bien en el puesto que la providencia nos ha asignado, no desertemos de nuestro puesto, que las futuras generaciones tienen necesidad de la semilla que hoy esparcimos por los campos de la Iglesia. Santa Teresa de Jesús –que experimentó también la llamada de Dios para tomar parte en el singular combate del bien contra el mal– nos dejó, en una de sus poesías, una valiosa indicación de cómo el amor, cuando es verdadero, no puede estar sin actuar, sin entregarse, sin luchar por el ser querido. María Inmaculada, ruega por nosotros y por el mundo entero.

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