lunes, 3 de agosto de 2020

HOMILÍA Domingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020)

Domingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020) Primera: 1Reyes 19, 9.11-13a; Salmo: Sal 84, 9-14; Segunda: Romanos 9, 1-5; Evangelio: Mateo 14, 22-33 Nexo entre las LECTURAS Dios se revela a Elías en el suave susurro de la brisa sobre el monte Horeb (primera lectura); Jesucristo se revela a los discípulos como Hijo de Dios mediante su señorío sobre las aguas agitadas del mar y sus misteriosas palabras: "Yo soy, no tengan miedo" (Evangelio). Por su parte, Pablo es muy consciente de que Dios se ha revelado al pueblo de Israel: "Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas" (Rom 9,4). La respuesta de Elías es de temor sagrado ante la presencia del Señor: "Se cubrió el rostro con su manto" (1Re 19,13). La respuesta-actitud de Pedro es de duda y surge el: "Señor, sálvame" (Mt 14,31), mientras que la del conjunto de los discípulos es de fe: "Verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mt 14,33). Pablo sabe muy bien que el pueblo de Israel ha dado una respuesta desacertada y no ha sido fiel a la revelación divina, por eso le invade una gran tristeza y un continuo dolor del corazón (segunda lectura). Revelación de Dios, respuestas del hombre: tema central, nexo. Temas... 1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a Él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que Él está muy por encima de su pobre humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: Él es un ‘pobre hombre’ como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera. Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella muestran su divinidad más profundamente que sus milagros. Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple «Soy Yo» del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre». 2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó/percibió «un susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3). 3. No sin los hermanos. Pablo lamenta, en la segunda lectura, que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios. Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en Él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos esperaban de su Mesías. San Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de Él que también los débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos. Sugerencias... La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se revelé a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: «Sal -oye que le dicen, y aguarda al Señor en el monte». Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- «en el viento..., en el terremoto.… en el fuego no estaba el Señor». Todo ya en calma, «se escuchó un susurro»; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto, «se cubrió el rostro con el manto». Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo qué expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para mostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la Vida, se refugia en Él. En un contexto totalmente diferente, presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras Él, despedida la muchedumbre, y va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que «se fatigaban remando» (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos «andando sobre el agua», y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» (Mt 14, 27); y Pedro más osado dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua» (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustado por la violencia del viento, está ‘para’ hundirse e invoca: «¡Señor, Sálvame!» (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo. En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el Invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en Él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso los discípulos, y especialmente Pedro, tratan con Él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: «¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?». La poquedad de la fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las dificultades y por eso le pone a punto de naufragar. Pero donde la fe es viva, donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia, no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor se extenderá invisible para salvar la barca, la Iglesia, lo mismo que a cada fiel. La verdadera respuesta, la que hemos de buscar para nosotros mismos y para quienes entrarán en contacto con nosotros, es la respuesta completa, segura, responsable: LA OBEDIENCIA DE LA FE. Nuestra Señora del SI, ruega por nosotrosDomingo decimonoveno del TIEMPO ORDINARIO cA (09 de agosto de 2020) Primera: 1Reyes 19, 9.11-13a; Salmo: Sal 84, 9-14; Segunda: Romanos 9, 1-5; Evangelio: Mateo 14, 22-33 Nexo entre las LECTURAS Dios se revela a Elías en el suave susurro de la brisa sobre el monte Horeb (primera lectura); Jesucristo se revela a los discípulos como Hijo de Dios mediante su señorío sobre las aguas agitadas del mar y sus misteriosas palabras: "Yo soy, no tengan miedo" (Evangelio). Por su parte, Pablo es muy consciente de que Dios se ha revelado al pueblo de Israel: "Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas" (Rom 9,4). La respuesta de Elías es de temor sagrado ante la presencia del Señor: "Se cubrió el rostro con su manto" (1Re 19,13). La respuesta-actitud de Pedro es de duda y surge el: "Señor, sálvame" (Mt 14,31), mientras que la del conjunto de los discípulos es de fe: "Verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mt 14,33). Pablo sabe muy bien que el pueblo de Israel ha dado una respuesta desacertada y no ha sido fiel a la revelación divina, por eso le invade una gran tristeza y un continuo dolor del corazón (segunda lectura). Revelación de Dios, respuestas del hombre: tema central, nexo. Temas... 1. Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración «a solas, en el monte» y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: «Se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios». Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a Él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, mejor que sus enseñanzas y curaciones milagrosas, que Él está muy por encima de su pobre humanidad, sin ser por ello, como creen los discípulos, un fantasma. O mejor: Él es un ‘pobre hombre’ como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen divino. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a «las legiones de ángeles» que su Padre le enviaría si se lo pidiera. Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella muestran su divinidad más profundamente que sus milagros. Se trata aquí de iniciaciones a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple «Soy Yo» del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el «Hijo del Hombre». 2. Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se le ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los Salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le reveló antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó/percibió «un susurro», como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará» (Is 42,2-3). 3. No sin los hermanos. Pablo lamenta, en la segunda lectura, que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la encarnación del Hijo de Dios. Israel -dice el apóstol- había recibido, con todos los dones de Dios, la «adopción filial» (Rm 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, «que está por encima de todo» (v. 4), nació según lo humano como hijo de Israel. Los judíos tendrían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en Él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder terreno como la que ellos esperaban de su Mesías. San Pablo quisiera incluso, «por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre», ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de Él que también los débiles merecen amor. El cristiano, a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos. Sugerencias... La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se revelé a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: «Sal -oye que le dicen, y aguarda al Señor en el monte». Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- «en el viento..., en el terremoto.… en el fuego no estaba el Señor». Todo ya en calma, «se escuchó un susurro»; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto, «se cubrió el rostro con el manto». Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo qué expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para mostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la Vida, se refugia en Él. En un contexto totalmente diferente, presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras Él, despedida la muchedumbre, y va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que «se fatigaban remando» (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos «andando sobre el agua», y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» (Mt 14, 27); y Pedro más osado dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua» (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustado por la violencia del viento, está ‘para’ hundirse e invoca: «¡Señor, Sálvame!» (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo. En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el Invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en Él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso los discípulos, y especialmente Pedro, tratan con Él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: «¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?». La poquedad de la fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las dificultades y por eso le pone a punto de naufragar. Pero donde la fe es viva, donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia, no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor se extenderá invisible para salvar la barca, la Iglesia, lo mismo que a cada fiel. La verdadera respuesta, la que hemos de buscar para nosotros mismos y para quienes entrarán en contacto con nosotros, es la respuesta completa, segura, responsable: LA OBEDIENCIA DE LA FE. Nuestra Señora del SI, ruega por nosotros

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